lunes, 7 de julio de 2014

Un café bajo Camino de cintura




Siempre viví en Barracas y nunca había pisado la estación Buenos Aires de la línea Belgrano Sur, que parte desde la capital hacia dos destinos diferentes: González Catán o Marinos del Crucero General Belgrano. Esta terminal es un resto anacrónico. No sólo por su ubicación (basta recorrer algunas calles de Barracas para sentir que la sombra de Prudencio Navarro nos cuida o nos acecha), también por el aspecto que van tomando las paradas conforme avanza el tren. Al ver una formación detenida, me apresuro a subir casi por inercia. Antes, pregunto: “¿Este va a Mendeville?”, pero mis interlocutores no reconocen el nombre de la estación. A eso de las 15 se ve gente grande, la mayoría duerme y hacia el interior del vagón hay cierta calma. Algunos roncan. Es probable que hayan salido demasiado temprano. Mientras los carteles en rojo advierten sobre los peligros de viajar en los estribos, la gente sube y baja por ambos lados, abre y cierra la puerta con el tren en movimiento. Comienza el camino rumbo a Marinos del Crucero General Belgrano.
El oficial Gorosito se para en la puerta del vagón. Le pregunto si viaja como pasajero o está en servicio. Me dice que está trabajando. Le cuento que normalmente uso el Sarmiento, a veces el Roca, pero que nunca había visto policías en esas líneas. “Es que no hay adicionales en el Sarmiento –me cuenta–, esta línea necesita más atención. Estamos para intervenir por si hay algún accidente o siniestro. A esta hora van los trabajadores, es gente tranquila” Su compañero –también policía– abre y cierra la puerta amagando con sentarse en el estribo. “El problema es en Villegas, que ahí suben muchos pibes drogados con paco. En ese caso, los llevamos al furgón. Otro lugar peligroso es la villa que le dicen Puerta de Hierro”. “¿Me sugerís algo para el regreso?”, le pregunto. “Andá con la ventanilla subida –me responde–, que no te tiren un cascotazo. Hay chicos que arrojan piedras y están con adultos que los ven y se ríen. No les dicen nada. Me bajo acá. Un gusto.” Gorosito baja junto con el otro policía. Estamos en la estación Tapiales, centro administrativo de este ferrocarril. No parece subir ningún otro oficial para reemplazarlos. ¿Qué pasará entonces al llegar a Villegas?  
Me acerco a una parada que se asemeja a la estación de destino. Pregunto: “¿Está cuál es?”. “Mendevishe”, me responde un muchacho que también viaja en el estribo. Ahora entiendo por qué no me comprendían los primeros pasajeros con los que hablé: yo no pronunciaba bien el nombre. El tramo desde Buenos Aires a Mendeville no demanda más de media hora. Y esta no es una estación sino un apeadero, ubicado apenas unos minutos después de Aldo Bonzi, en la localidad de La Matanza, una de las más pobladas y pobres del Conurbano. Camino de Cintura (o Ruta Provincial N° 4) pasa por encima de las vías del tren. A simple vista se ve como un barrio de casas humildes, que mezcla barro y asfalto. Al costado derecho de la estación, mirando en dirección a Belgrano, hay una plaza triangular. Abundan afiches del intendente de La Matanza, Fernando Espinoza. Le pregunto a un baqueano que espera en el andén con un libro en la mano si tiene alguna opinión sobre la campaña de Espinoza: “Como todos los intendentes de La Matanza en todos los tiempos, democráticos o no, apoya fervientemente a quien gobierne a la provincia y a la nación porque se trata de un territorio con casi dos millones de personas. Siempre necesitan fondos. Este tipo sobrevive únicamente por los fondos que le gira el gobierno. No es una localidad pobre por su mala administración, que la tiene. Sino porque la postergación social es tanta que no hay política que la soporte. Por eso, Espinoza apoya a todo y a todos aunque sea un ferviente kirchnerista que desde hace tres años aspira a la gobernación de la provincia.”
En la boletería atienden una señora y un muchacho. A duras penas logro ver sus caras. Para responder mis preguntas deben tener una autorización de la administración y para eso, debo gestionar el trámite en la estación Tapiales. Les explico que no busco información confidencial. Me cuentan que acá es tranquilo, que no es como en Villegas. Y que por suerte podemos hablar: “En Laferrere es taca taca taca, vendo boleto todo el tiempo, no podemos parar.”
–¿Usted sabe por qué se llama Mendeville?
–Mendevishe, ni idea. Pero cuando yo trabajaba en Merlo Gómez, vino una señora a decir que era la nieta de Merlo Gómez. Mendevishe debió ser alguien.
Le pregunto si conoce a alguien en los alrededores de la estación que pueda informarme más sobre la rutina cotidiana de los trenes. Me responde que no son empleados fijos de esa parada, que los mueven de un lugar a otro: “No conocemos a nadie acá.” Pregunto por el bar que está frente a las taquillas y que parece cerrado. No saben nada o fingen no conocer. Noto que mucho no me van a decir sin la correspondiente autorización y con vidrio de por medio. Me dirijo a un bar muy chiquito que se encuentra sobre el andén, pero sus accesos están cerrados. Un cartel dice “Toque timbre”. En seguida se asoma una mujer, abre la ventana y nos indica que la entrada es por la calle. Me siento y le pregunto si puedo conversar con ella. Accede. Me pido un café con leche y un Jorgito de chocolate mientras Patricia (así se llama) y su padre adoptivo (que se presenta como “Alberto Cortés, el pampeano, quizás me viste en televisión”), escuchan mis preguntas.
–¿Hace mucho que trabajan acá?
–Cuarenta años. La estación la hicieron a nuevo. Habilitaron hace poco la boletería. Ahora esto es terreno federal y no se puede vender bebidas alcohólicas. Es una zona un poco abandonada, pasan el 406 que va de Lomas de Zamora a Ramos y el 628, no hay más líneas que bajen de la autopista. Además, en Villegas, cada tanto cortan el tren y la gente que va a Marinos de Belgrano tiene que tomar hasta cuatro colectivos para llegar. Una vez tuvimos seis días seguidos de corte.
–¿Cómo sigue funcionando el tren en esos casos?
–Llegan a Bonzi y vuelven. Y del otro lado, llegan hasta Casanova o Castillo y regresan a Belgrano. Las paradas del medio quedamos aisladas y no llega nada. Además, nos faltan barreras. Las pedimos de muchas maneras y nada. Yo recorro en auto más de cuatro kilómetros y tengo que subir a la autopista para moverme cinco cuadras porque no hay barreras.
– ¿Cambió mucho la zona en estos cuarenta años?   
–Mucho. El barrio antes era otro mundo. Cuando la autopista no estaba y los autos iban por tierra, había mucho movimiento, locales, comercios. Ahora es una zona medio abandonada. A lo sumo hay gomerías o chapa y pintura. Todo se fue reacomodando, pero el municipio no se organizó: son tan pocas líneas de colectivo que bajan, que la gente no tiene combinaciones posibles.
Patricia me señala en dirección izquierda a la estación, yendo para Belgrano, cruzando el puente de Mendeville, que es precisamente la parte de Camino de Cintura que pasa por encima de la estación. Hay un barrio de casas. Es la cooperativa 15 de Diciembre: “Allí antes no había nada. Era campo. Ahora al menos hay un barrio.”
De la zona comercial que fue hace más de treinta años, Mendeville se convirtió en una parada abandonada que empieza a despojarse de su aspecto campestre y rústico cuando se construyen las casas de la cooperativa. El terreno que ocupa el bar pasó a ADIF, la Administración de Infraestructura Ferroviaria Sociedad del Estado. Por eso la puerta está enrejada: para que no acceda al andén el que no pagó el boleto. Igual nadie controla. Patricia sigue contando:
–En otro tiempo, mi papá adoptivo, que ya era grande, recibía a los laburantes viejos como él: albañiles, obreros, ferroviarios, todos tomaban un poco del alcohol. Almorzaban un guiso de mondongo con un tinto y no pasaba nada. No eran borrachos. Pero bueno, es la ley. Estoy de acuerdo, pero nos perjudicó.
– Tenés una historia personal ligada a los trenes…
– Así es. Mi padre biológico era auxiliar y lo mandaban donde no había personal. Nos mudábamos mucho de una estación a otra del antiguo ramal Carhué, que ya no existe. Metíamos las cosas en los vagones de carga pero a veces tardaban tanto tiempo en salir que vivíamos dos o tres meses en algún vagón. Para mis hermanos y yo, era fascinante. En ese entonces, las estaciones todavía tenían aljibes y me acuerdo de que juntábamos agua de ahí. También vivimos en los galpones con materiales de carga, sobre todo cereales. Se llenaban de palomas y mi padre se encargaba de sacarlas. Íbamos con mi mamá y mis hermanos y las espantábamos. Él las encandilaba con los faroles, las metíamos en una bolsa y luego comíamos paloma al escabeche. Vivimos en estaciones que ya no existen: Henderson, Ortiz de Rosas. Ahí llegamos a vivir debajo de un tanque de agua. En ese lugar, crecían flores rojas que juntábamos para mamá y las cargábamos en las zorras. Cruzábamos la tanquera y con las carretas íbamos al colegio.   
Según consta en la página oficial de la empresa, la línea Belgrano Sur inicia su historia en 1900, como parte de la Compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires, de capitales franceses. El trazado corría entre las principales líneas británicas con la intención de captar una parte del tráfico de esas líneas, ofreciendo un servicio más barato. Desde el inicio, entonces, nuestras vías férreas eran objeto de disputa colonial. La circulación de este tramo era diferente de las líneas más consolidadas. Y esta situación se mantiene hoy, porque es una de las más precarias. Tenía menor importancia en el movimiento de pasajeros y era periférica en relación con los centros urbanos. Además, la diversidad de los tipos de cargas era menor, lo que refleja la especialización de las regiones. Por eso, los trenes eran ‘cerealeros’ o ‘agroganaderos’.
Hay dos ramales que pasan por Mendeville: el que sale de Buenos Aires y el que parte de Puente Alsina. Los dos terminan en la estación Marinos del Crucero General Belgrano. Originariamente, el ramal de Puente Alsina llegaba hasta Carhué: era el famoso Ferrocarril Midland, de capitales ingleses. Se construyó entre 1909 y 1911 pero muchas de las estaciones o aparcaderos que conforman su recorrido se inauguraron entre 1935 y 1955. Es el caso de las estaciones Aldo Bonzi y Mendeville, que emergen como resultado del aumento de la densidad de población suburbana. Tras la nacionalización de los ferrocarriles en 1947 y 1948, un decreto del poder ejecutivo estableció que las líneas recuperadas debían llevar nombres de “próceres”. La ex Midland se convirtió en Belgrano Sur y luego, en 1954, se unió a la Compañía General de Ferrocarriles de la Provincia de Buenos Aires (actual ramal Buenos Aires – González Catán). En 1957, todas las líneas ferroviarias de trocha angosta conformaron el Ferrocarril General Belgrano. Una serie de decretos de la última dictadura ordenaron la clausura de todo el tramo que seguía a la estación Plomer (actualmente en desuso). El desguace no paró nunca más. Patricia recuerda las viejas campanas, los timbres, los faroles. Cuando se cerraron estaciones, en el gobierno de Menem, se robaron todas esas antigüedades.    
–Mi padre biológico comenzó con el telégrafo y terminó como interventor. Luego, con las privatizaciones, los mismos ingenieros le consultaban a él, y eso que no tenía estudios. Eran otras épocas. Ahora matan a alguien y tenés que esperar que venga la fiscalía. En ese entonces, mi papá movía el cuerpo y el tren seguía andando. Antes el interventor te decía con quién solucionar todo. Ahora hay mucho trámite y nadie te sabe decir.
En el Belgrano Sur opera la empresa Argentren. Los coches no son un desastre pero distan mucho de ser los trenes que nos merecemos. En febrero de este año, la UGOFE y la UGOMS, sociedades integradas por las firmas Roggio y Emepa, que tenían a cargo las líneas Mitre, Roca, San Martín y Belgrano Sur, se repartieron los ramales para administrarlos de manera separada. Emepa, concesionaria del Belgrano Norte, quedó a cargo del Roca y el Belgrano Sur. La medida no modificó el esquema vigente, donde el Estado se encarga de pagar salarios y realizar las inversiones. Desde la Masacre de Once, ocurrida el 22 de febrero de 2012, todo parece indicar que a las concesionarias les conviene más que los pasajeros no paguen el servicio, así no cubren los seguros por accidente. El gobierno y las firmas se reparten trenes con nombres de próceres. Mientras tanto, los pasajeros siguen viajando mal. Después de un siglo y medio de trenes argentinos, nuestros viajes siempre parecen un amague en el estribo.
–¿Sabés por qué se llama Mendeville?- Le pergunto a Patricia.
–Y… Mendevishe era uno de los dueños de estos terrenos. Un caudillo, seguramente.
Mendeville es una parte del nombre completo de Mariquita Sánchez de Thomson y de Mendeville, conocida por el célebre y al parecer poco verídico hecho de haber cantado por primera vez el Himno Nacional Argentino. Su nombre completo era María de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, que vivió entre 1786 y 1868. Cuenta Felipe Pigna que, en 1801, Mariquita inició un juicio de disenso contra sus padres porque le impedían contraer matrimonio con su prometido. Un conjunto de documentos que la Corona Española imponía a sus colonias desde 1778, contenía los protocolos a seguir para efectivizar los matrimonios de las mujeres blancas menores de 25 años. María logró el visto bueno del entonces Virrey Sobremonte y el edicto perdió efecto. Su querella formó parte de la gestación de una voluntad de independencia cultural respecto de las costumbres de la metrópoli. Sin embargo, más allá del mérito de María, algún funcionario decidió omitir la parte más famosa del nombre (Thomson) y usar la de su segundo marido, Jean Baptiste Washington de Mendeville, cónsul francés en Buenos Aires. Víctima de su época, el progresismo de Mariquita no llegó tan lejos: su orgullo de casta la llevó a sostener la necesidad de crear escuelas diferenciales para los sectores populares y los de èlite. Que su estación se encuentre más allá de la General Paz es un guiño irónico.

Patricia me da su teléfono al terminar la conversación. Pienso en sus dos padres, ligados al tren de una u otra forma. No me cuenta nada sobre la historia de su adopción y elijo no invadir ese terreno. Le regalo un ejemplar del periódico que editamos con unos amigos; se llama Andén y el último número habla de trenes. “Ay, cuánto te podría haber contado para este número del diario”, me dice, afligida porque llegué tarde a su vida. En el viaje de regreso, recuerdo de la expresión de Patricia. Cuando le pregunté sobre su historia con las estaciones estaba sorprendida, como si por primera vez hubiera notado que su vida giraba en torno a los trenes. 
                                                                                        Yael Tejero

domingo, 6 de julio de 2014

La vida en las vías




La estación ferroautomotora de Mar del Plata tiene cuatro entradas. Dos sobre la Avenida Luro, la otra sobre la calle San Juan y la última desde el estacionamiento. Tres de estas entradas tienen acceso directo a la estación de micros, que comparte el edificio con la estación del ferrocarril. La  última puerta es  el  ingreso a la confitería central, con mesas y sillas de madera barnizadas y un televisor plasma en el que habitualmente se ve TN. Unos pasos más adelante aparecen los locales de venta de productos regionales y de remeras con inscripciones de la ciudad. La firma de pulóveres marplatense “Mauro Sergio” también tiene allí un pequeño local. Más de 40 plataformas para el arribo de micros, puestos de panchos y  televisores anuncian la entrada y salida de los coches.  
En el pasillo continuo hay más de cincuenta boleterías para la venta de  pasajes de ómnibus. Gente que va y viene. Valijas que chocan entre sí en el apuro de llegar a destino.
Al fondo a la izquierda se presenta un nuevo escenario. Amontonamiento de sillas vacías, una única boletería que dice grande “Ferrobaires”, el depósito y el vestuario de los colectiveros. Un montón de puertas cerradas.  Si se vuelve a doblar  a la izquierda, un gran espacio vacío. Una nueva puerta que nos lleva a la calle – la única que tiene acceso a la estación de trenes – y un conjunto de puertas de vidrio. Todas cerradas, excepto una que permite el paso a las plataformas del tren. Allí los andenes, las vías y el viejo edificio del ferrocarril. 
                                                                                      ***
Corría el año 96. Mario llegaba a su primer día de trabajo. Su padre le había podido conseguir un empleo en la estación de trenes de Mar del Plata. Él sería ferroviario como su papá y su abuelo. Esos andenes que lo habían visto crecer lo recibían para darle trabajo. Sería el último ferroviario de su familia.
El entusiasmo se le notaba con una sonrisa que le dejaba ver todos los dientes. Como ahora, cuando se acuerda de esa época. Empezó a trabajar en la “bandeja automovilera”: la carga de los autos para transportar los vehículos. Poco después pasó a la oficina de control de trenes. En ese lugar, Mario se sentaba frente a un mapa “inmenso”, como lo describe él, y coordinaba las 17 formaciones que llegaban a Mar del Plata durante el día. Todas circulaban por una sola vía. Calculaba, entre otras cosas, los siete minutos que tardaba el tren de estación Camet a Vivorata y cuál debía frenar para dar paso a la siguiente formación. Mario evitaba que los trenes chocaran.
En el 2008, su  “corazón inquieto”, dice Mario,lo llevó a cambiar de sector y empezó a trabajar en la parte de encomiendas. “Me ofrecieron si quería trabajar ahí y ya llevo 12 años “Absolutamente todo se puede mandar, una casa completa, bicicletas, motos, mascotas, todo. Sigue siendo un servicio mucho más económico que un camión. Por ejemplo, mandar un auto tiene más o menos el mismo costo que de nafta en ruta”.
El área donde trabaja hoy se encuentra en el edificio viejo de la antigua estación de trenes, donde antes funcionaba una cafetería. Quizás en algún momento estuvo pintado de beige. Tiene tantas manchas y sus paredes están tan sucias que sólo se puede imaginar el color que alguna vez tuvo. Muebles amontonados, colchones, un tráiler para motos, entre otras cosas, aguardan su traslado a Plaza Constitución, Buenos Aires. El tren con las encomiendas sale los domingos.  
Todos los días, Mario recorre la construcción que hoy es patrimonio histórico municipal. Fue creada el 26 de septiembre  de 1886 por Dardo Rocha, el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires.  El ramal General Roca, que llega a Mar del Plata, fue operado desde sus inicios en 1948 por Ferrocarriles Argentinos. Durante el gobierno de Carlos Menem, cuando se concesionaron y reorganizaron varios servicios ferroviarios, la estación pasó a  formar parte de Ferrobaires, empresa perteneciente al Estado de la provincia de Buenos Aires.  Los ferroviarios que transitan los andenes recuerdan como una mejor época cuando pertenecían a Ferrocarriles Argentinos. 
Durante los  90, Mario y sus compañeros de trabajo vivían con incertidumbre. Hubo una época en la cual llegó a funcionar apenas un servicio semanal. “Una cosa increíble. Creíamos que en algún momento ese tren también iba a parar y nos íbamos a quedar sin trabajo”.
 Mario sabía que en su casa había seis bocas que alimentar, por ello siempre buscó la manera de complementar su trabajo de ferroviario. En la estación observó el negocio que hacían los autos y combis que trasladaban pasajeros al centro de la ciudad. Con unos ahorros se compró su primera combi. El trabajo rendía bien. Mario tenía el contacto con el ferrocarril, entonces consiguió, que se le vendiera al pasajero desde Estación Constitución el pasaje de tren y el traslado en su combi.
Años después, Mario ya acumulaba dos vehículos y junto a un compañero, Pedro, alquilaron un hotel. Con trabajo, esfuerzo e improvisación salieron adelante la primera temporada. Varios veranos después Pedro decidió dejar el hotel y la dueña de la propiedad decidió venderla. Mario accedió a un leasing empresarial para quedarse con el hotel y mantener su fuente de trabajo. Debió vender las combis y trabajar el doble, pero logró terminar de pagar el hotel.
Sin embargo, tantas horas fuera de su casa atendiendo sus actividades laborales desgastaron la pareja y se divorció años después. Hoy, su exmujer se encarga del hotel y a él le alcanza con su trabajo de ferroviario.  
Menem y Duhalde también tuvieron un divorcio, pero éste fue político. Duhalde apoyó la candidatura a la presidencia de Néstor Kirchner, quien rápidamente se ganó la simpatía de los ferroviarios con las políticas públicas que generó. Entre ellas, la de reflotar, junto al intendente de Mar del Plata Daniel Katz, el proyecto de la creación de la Ferroautomotora. La terminal de ómnibus se mudaría a los terrenos de la estación del ferrocarril. Por entonces, la terminal de micros funcionaba en instalaciones insuficientes para recibir a todos los viajantes y el edificio dejaba mucho que desear por su escaso mantenimiento y gran deterioro.
La obra contaría con una inversión de 170 millones de pesos, con 40 dársenas para los ómnibus, cinco andenes para trenes y 1.000 puestos de trabajo. El inicio de los trabajos recién se concretó en 2008.  La nueva estación ferroautomotora, que fue inaugurada por Cristina Fernández de Kirchner  el 22 de julio de 2011, unifica en un mismo predio a la vieja estación de trenes y la nueva terminal de ómnibus. La estación, con una superficie de más de 75.000 metros cuadrados, está ubicada entre  Luro, San Juan, 9 de Julio y Misiones.  Según Mario “lo único que hicieron fue poner la terminal de micros al lado de la estación vieja del ferrocarril y le dieron más prioridad al sector de micros porque hay intereses políticos”.
El gobierno adjudicó la construcción, gerenciamiento y explotación de la terminal a la UTE conformada por Néstor Otero y Emepa-Ferrovías. Los ferroviarios de la zona denuncian la ineficiencia de las obras por parte de la UTE. “Lo único que se hizo fue el techo que está mal. Le dieron a este hombre, Otero, el trabajo con tal de terminar. Y este Otero no sabe nada de ferrocarriles. Hay muchísimas falencias que solamente las sabe el empleado que lo vive diariamente”.
En verano, cuando aumenta el movimiento de gente, las dificultades se multiplican. “En temporada –explica Mario– el tren viene más largo y la gente queda afuera del techo. En días de lluvia, porque en verano también tenemos días lluvia, la gente baja y se moja. Viene con equipaje, porque a la ciudad hay que venir con abrigo. Vienen con los valijones arrastrando entre las piedras bajo la lluvia. Es un mal servicio que se le hace brindar al ferrocarril cuando el usuario es la prioridad”.
***
Mario levanta la vista, mira a su alrededor, mueve rápidamente las manos y dice “desde que empezaron a hacer la ferroautomotora ya llevo cinco mudanzas”. Trabaja incómodo. El espacio que ocupa no tiene baño. En un rincón hay un pequeño televisor de tubo, un sillón y estufa eléctrica que solo alcanza para mantener las manos calentitas. A pesar de todas las falencias que viven a diario, Mario y el resto de los trabajadores del ferrocarril intentan enfocarse en su trabajo. “Todo es una cuestión de guita, no importa la parte humana. Quieren que la estación se llene de gente,  porque si no hay movimiento no generas trabajo y uno busca conservar la fuente laboral”.
      Los empleados del ferrocarril no ocultaban su alegría cuando la secretaría de Transporte de la Nación auguraba recibir un máximo de 1.200 ómnibus y 11 formaciones ferroviarias por día, con un movimiento mensual de 2.200.000 pasajeros. De las 73.333 personas que la Secretaria proyectaba que iban a llegar a la ciudad por día, el viernes 30 de mayo del 2013 no había ninguna. La entrada al hall central de la ferroautomotora “Eva Perón” era un espacio despoblado. A la derecha se podía ver el movimiento de los micros de larga distancia. Parecía que la gente, los locales y el ruido le daban la espalda al salón principal que da entrada a la estación ferroviaria.  Un espacio enorme, un gran salón de baile al que los invitados no han llegado aún. En el centro de la escena había un puesto de información turística. Allí, un chico con cara de aburrido hablaba por teléfono.
Las plataformas ferroviarias también estaban desiertas. Se escuchaba cómo el viento golpeaba contra el tinglado, que a pesar de tener pocos años de funcionamiento ya se encuentra oxidado. Merodeando las plataformas solo estaban Mario y las dos boleteras encerradas en sus cabinas.
El ferrocarril tiene un solo servicio semanal de encomiendas. Las formaciones con pasajeros vienen tres veces a la semana, día por medio. “Llegan a la ciudad lunes, miércoles y viernes. Vienen con poquita gente. Al  haber solo un horario la gente busca otras alternativas y se va por el micro, a pesar de que los coches son buenos y hay calefacción.” Sin embargo, cuando las maquinas se encuentran encendidas y los pasajeros ultiman detalles para subir al tren, los ferroviarios ya se encuentran en posición de trabajo. Todo está listo para que el tren arranque. Sobre el andén se siente la algarabía de los ferroviarios jubilados. Todos vienen a saludar a sus compañeros que empiezan un nuevo viaje. Son más los ferroviarios que hay en la plataforma que los pasajeros. “Ayer viajaron aproximadamente 200 personas y un tren tiene capacidad  para un poco menos de mil.”  

Mario se pone serio. La nostalgia y la desilusión esconden los dientes que se le veían cuando sonreía recordando otras épocas. “Esto camina gracias al esfuerzo de la gente, del ferroviario que quiere que esto siga caminando. El viejo galpón de encomiendas es el que está un poquito más allá. Comenzaron a hacer la infraestructura y ahí quedó. Hoy es un juntadero de gente que viene a dormir o a consumir drogas”.

                                                        María Martha De Ortube

Solita su alma



Dos estaciones antes de llegar a Cañuelas, el tren de la línea Roca se detiene en Kloosterman, cuya historia y existencia están vinculadas al predio de SMATA con el que comparte nombre. Un  apeadero en una zona rural cuyos ritmos, sin embargo, están marcados por las horas pico de cualquier ciudad.   

Cuatro hombres bajan en la estación y se dispersan rápidamente por la calle o acortando camino por los terrenos linderos. Son las cuatro de la tarde de un día gris de otoño y para cuando el tren que hace el recorrido Ezeiza-Cañuelas se pierde tras la curva, en la parada de Kloosterman no hay rastros del cuarteto de pasajeros ni de ningún otro ser humano. Sólo el silencio interrumpido por el canto de algún pájaro.

La estación es en realidad un apeadero, con el estilo típico de las paradas de los trenes bonaerenses. La bautiza un cartel de fondo negro sobre el que destacan las letras blancas en mayúscula.  Hay un par de asientos de cemento a la intemperie en ambos andenes. Hay, también, un refugio en cada andén. Los dos refugios son iguales: ladrillos comunes pintados de gris desde el piso  hasta los primeros centímetros; ladrillos pintados de rojo hasta el techo de chapa. Hay grandes árboles que estiran sus ramas peladas hacia las nubes que tapan el cielo, mientras las hojas caídas alfombran el pasto y el piso de cemento que los rodea. El apeadero –ubicado en la localidad de Alejandro Petión, partido de Cañuelas–  es uno de esos lugares que provocan el sentimiento de estar en medio de la nada, aunque hay rastros de vida humana: un par de casitas de un lado de la estación y el centro recreativo del Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA) del otro. 

            La historia de la estación está directamente relacionada con el centro recreativo. El ramal Constitución - Cañuelas de la Línea General Roca se habilitó en 1885, pero el apeadero se estableció en 1972 a pedido del ingeniero y sindicalista Dirck Henry Kloosterman, por entonces Secretario General de SMATA, perteneciente a la CGT, quien fue asesinado de cuatro balazos el 22 de mayo de 1973 mientras sacaba el auto de su casa en la ciudad de La Plata, donde vivía con su esposa y sus hijos. El atentado fue reconocido por una de las facciones de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), el “Comando Nacional 3”, que en conferencia de prensa clandestina se adjudicó el ajusticiamiento. Acusaban a Kloosterman de haber apoyado la dictadura de Onganía y de mantener vínculos con la CIA.  Kloosterman se recibió de ingeniero mecánico en la Universidad Nacional de La Plata y se afilió al SMATA en 1962 cuando ingresó como trabajador en la empresa Peugeot. En 1968, junto con José Rodríguez, fundó el Movimiento Nacional de Unidad Automotriz — Lista Verde. La agrupación ganó las elecciones nacionales y el ingeniero pasó a ocupar el cargo de Secretario General hasta el día de su muerte. Desde entonces, tanto el centro recreativo como el apeadero llevan su nombre.
“Kloosterman fue quién solicitó el apeadero al ferrocarril cuando se abrió el camping. A cambio, el sindicato se comprometió a hacerse cargo del mantenimiento y la limpieza del lugar. Con el paso del tiempo y los cambios de manos, ahora se encarga la empresa de trenes”, cuenta Marcos, que trabaja hace año y medio como guardia de seguridad en el centro recreativo. Marcos asegura que el mayor movimiento se ve durante los meses de verano, cuando el predio se llena de gente que va a disfrutar del verde y a combatir el calor nadando en las piletas. Durante el resto del año, la presencia de pasajeros en el apeadero la presencia de pasajeros está marcada por los horarios de entrada y salida laborales. La mayoría de las personas que suben o bajan en la estación trabajan para SMATA o, en su defecto, dentro del club de campo La Martona, ubicado a sólo unas cuadras de distancia del otro lado de la Ruta 205 que, a esa altura, corre en forma paralela a las vías del ferrocarril. 

Osvaldo ingresó a las filas del sindicato hace 40 años y desde hace ocho trabaja en la parte administrativa del predio de Cañuelas. De lunes a viernes sale de su casa en Lomas de Zamora entre las 6 y las 6.15 de la mañana para llegar a las 8 a Kloosterman. El tren es su mejor opción como medio de transporte, no sólo por la comodidad de que lo deje en la puerta de su trabajo, sino más bien por una cuestión de economía doméstica. Desde Ezeiza hasta Kloosterman el boleto cuesta $1,50, contra los $16, 50 del colectivo, precio SUBE que aumenta a 22 pesos si se paga con monedas. Todos los días, a las cinco de la tarde, Osvaldo sale de la oficina llevando su bolso al hombro y camina hasta la entrada del centro recreativo.

En el momento en que llega Osvaldo, Marcos está conversando con otro de los guardias. Cuando advierte la presencia de Osvaldo, el guardia se va para continuar el recorrido en su carrito. Es el fin de la jornada de muchos de los empleados del lugar, de modo que se va formando un grupo mayormente femenino que se demora en la puerta charlando alegremente mientras espera el tren. La humedad y las víctimas al aire libre atraen a unos cuantos mosquitos que esquivan airosos cualquier manotazo o aplauso que intenta matarlos o al menos espantarlos. Cuando empieza a sonar la campana, la mayor parte de los trabajadores apostados en la entrada, que se dirigen a Cañuelas, cruzan hasta la estación seguidos por uno de los perros al que tienen que echar para que vuelva a su lugar junto a la garita de seguridad. La locomotora sólo lleva tres vagones, todos pintados con graffitis hasta la altura de las ventanas y uno, recientemente heredado, que aún lleva la inscripción “Línea San Martín”. Por primera vez en toda la tarde la barrera cumple su propósito impidiendo el paso de un auto gris.

María vive en Cañuelas y trabaja desde hace 30 años en el predio de SMATA. Recuerda que tuvieron que ocurrir varios accidentes para que colocaran la barrera. “Hace ya unos años el tren de las 10 que iba a Ezeiza atropelló un camión y mató al chico que lo manejaba. La familia y la gente de la zona cortaron las vías para reclamar. Ahí fue cuando pusieron la garita y después la barrera”. El conductor del camión del accidente se llamaba Fabián. Además de la barrera, en la estación hay una cruz blanca contra el alambrado del camping que lo recuerda. En la cruz hay una foto oval en blanco y negro donde Fabián posa serio, con el pelo oscuro hasta los hombros y una camisa blanca. Alguien escribió su nombre en el cemento fresco y, a juzgar por la cantidad y el estado de las flores de plástico, todavía recibe visitas.

Marcos, que se ofreció a calentar agua en la garita, me alcanza el termo cuando está lista. Entre mate y mate Susana me cuenta que vive en Spegazzini, a cuatro estaciones de distancia y confirma la tranquilidad de la zona rural: “Acá no apedrean el tren como en el conurbano, ni roban, gracias a Dios. No pasa nada, es muy tranquilo”. Marcos se acerca con 50 pesos en la mano y se los da a Susana con indicaciones para la lotería. “Le voy a apostar a la patente del auto aquel”, informa, y señala el auto gris que estaba detenido frente a la barrera. “Mañana te traigo los papelitos”, sonríe ella a lo que recibe como respuesta: “La plata, qué los papelitos. Me tenés que traer los dos mil pesos que voy a ganar”, retruca Marcos.  
            El tren que tiene que venir desde Cañuelas parece estar demorado, pero ni Osvaldo ni Susana muestran signos de impaciencia o preocupación. El apeadero no tiene parlantes. La única manera que tienen de deducir que el servicio se suspendió es si la espera se prolonga demasiado. Osvaldo señala que a veces el tren está detenido unos minutos en cada estación porque hay usuarios que viajan con su bicicleta y se demoran en subir al vagón. “Si no viene ahora, sabemos que pasará el de y media. Y sino, el de las seis. Si ese no viene vamos a tener que ir hasta la ruta a esperar el colectivo. Total, como el tren viene despacio si lo vemos venir nos pegamos un trote de vuelta hasta acá”, dice Susana.   


            Finalmente, el tren aparece en la curva y los dos caminan para esperarlo en el andén. Como no hay nadie con bicicleta, la formación no se queda detenida en la estación ni cinco minutos. El guarda, que viaja en el último vagón, se asoma y levanta su mano izquierda, en la que sostiene un paño verde. Es la señal para que el maquinista sepa que pueden seguir camino. Marcos toma su bicicleta para internarse en el predio, seguido por los dos perros que hasta entonces dormían despreocupados. Una camioneta vieja pasa en dirección a los campos detrás del predio. En la caja viaja un grupo de muchachos que llevan gomeras y ríen como chicos que planean cazar alguna liebre.  Cada vez hay menos luz y en Kloosterman no queda nadie. Solo el silencio, interrumpido por el canto de algún pájaro o algún vehículo que pasa por la ruta provincial. Y los mosquitos.  
                                                                                           
                                                                                                                     Paula Rey