lunes, 30 de junio de 2014

El kilómetro 26


Nadie sabe dónde queda la estación Ingeniero Dante Ardigó. Ni el empleado de la farmacia ubicada a dos cuadras ni el hombre parado en la esquina que al preguntarle contesta: “¿Ardigó?, ni idea”, aunque 20 metros detrás de él se vea un cartel blanco y azul donde se lee: “Estación Ardigó”. Es que a esta estación, en la localidad de Gobernador Julio A. Costa, en el partido de Florencio Varela, en el sur del conurbano bonaerense, todos la conocen como “El Kilómetro.” ¿Por qué? Acá ninguno parece recordarlo.
Es domingo, son las 12 del mediodía y el andén por donde pasa el ferrocarril Roca que va de Constitución a Bosques vía Temperley está colmado de personas con mochilas, carritos y bolsas.  La cumbia suena fuerte y el humo de las parrillas improvisadas hace que le piquen los ojos a varios. Hay olor a carne asada, aceite quemado y basura vieja. La mayoría de las personas que esperan el tren hace más de 20 minutos vive en Claypole, una estación más adelante, en el partido de Almirante Brown, y todos los domingos viajan hasta Ardigó para comprar fruta, verdura o ropa usada. 
La estación está en el medio de un descampado de tierra blanda que cada domingo, lunes y jueves ocupan más de 100 feriantes. Vendedores que a los gritos ofrecen comida, ropa, medias, zapatillas deportivas, empanadas fritas, choripan, salchi-papa, dvd's o celulares. Es la feria más popular del barrio: es la feria del kilómetro. La misma que empezó en la crisis del 2001 para hacer trueque de cosas usadas y que continuó hasta el día de hoy con la venta de productos varios.
Rosa tiene uno de los puestos más grandes y mejor ubicado. “Y, hace 13 años que vengo”, dice orgullosa esta mujer de 48 años, caderas anchas y rasgos andinos sentada detrás de una mesa cubierta con fundas para celulares de todos los colores y para todos los modelos. “Si querés ponerte un puesto acá tenes que llegar temprano, porque después se llena y te tenés que ir allá lejos que no se vende nada”, explica y señala con el dedo al final del terreno, donde se ven construcciones bajas sin revoque y más basura que los perros sarnosos y sin dueño olfatean con hambre. Rosa fue una de las primeras vendedoras en ocupar un espacio frente a la estación Ardigó. Vive en el barrio San Nicolás, a veinte minutos en colectivo del Kilómetro 26. La primera vez que vino, trajo ropa y objetos que ya no usaba para ver si las podía vender. “Me acuerdo que vendí todo en pocas horas y como no conseguía trabajo, empecé a comprar cosas en Once y la Salada para traer acá. Así, de a poco, fui armando el puesto.” Rosa dice que entre lo que ella hace por mes y las changas de su marido, les alcanza para mantener a sus cuatro hijos y sobrevivir.
“Esto es una feria social, gratis, no hay que pagar nada, viene el que quiere, pero como la municipalidad nos quiso sacar a patadas varias veces, nos organizamos en una asociación que se llama Los Buscas”, cuenta el hombre que está sentado al lado de Rosa cebando mate. La asociación Los Buscas no tiene página web ni teléfono y  el delegado, que por alguna razón ahora nadie sabe dónde está, será imposible de ubicar en la feria, al igual que su  número de celular, que ninguno de los feriantes consultados admite haber guardado jamás.

                                                                                       ***
En el año 1937 esto era distinto. El paisaje era color verde, había pocas casas y  Ardigó se empezaba a construir como un parador: una forma menor de estación donde los pasajeros debían hacer señas con el brazo, como se hace con el colectivo,  para que el tren se detuviera y pudieran subir. Este parador fue llamado Kilómetro 26.700 por el kilometraje que tiene la vía férrea desde Constitución, en Capital Federal,  hasta esta zona periférica de Florencio Varela, uno de los partidos más grandes al sur del Gran Buenos Aires. Por eso, el barrio que rodea la estación también se llamó y se llama Kilometro 26.700 “Una vez que la población aumentó, el parador pasó a ser una estación más como tantas otras del ferrocarril Roca y su nombre cambió de Kilómetro 26 a Ing. Dante Ardigó,  en homenaje al jefe del departamento financiero de la Dirección General de Ferrocarriles”, cuenta desde la Municipalidad de Florencio Varela  Analía Fariñas, agrimensora, integrante del área de Planeamiento Urbano y una de las encargadas de la investigación histórica municipal.
Se dicen muchas cosas sobre la estación del Kilómetro 26.700: dicen que roban, que hay violadores, asesinos, que es una zona liberada por la policía, (a pocas cuadras está la comisaria número 2), que todo lo que se vende en la feria es robado.  “De día acá está todo bien, pero de noche es medio heavy, corte que si te regalas te afanan”, dice un vecino, parado en la puerta de su casa, a pocas cuadras de la feria. Él admite que nunca va a la feria pero que su mujer y hermana van todos los domingos a comprar fruta, verdura y pasear con sus hijos. “Ellas dicen que van porque es más barato que en otros lados.”
Los lunes, jueves y domingos el movimiento en la estación empieza a las 5 de la mañana cuando todavía no pasa el tren.  Los feriantes llegan desde los barrios cercanos, como Chacabuco, San Nicolás, 3 de Mayo o La Sirena. Vienen en autos cargados de mercadería, o en colectivo con mochilas y bolsos pesados colgando de su cuerpo. Primero corren los restos de comida o los pañales sucios tirados por el piso y después empiezan a armar. Algunos llevan tablones y otros simplemente extienden una tela impermeable sobre la tierra. Todos saben que para conseguir un buen lugar, entre la canchita de futbol y el cruce de vías, hay que llegar temprano. Esos días y hasta las dos de la tarde hay feria. No es ninguna de las 19 ferias francas del partido que la Municipalidad inspecciona y legaliza cobrando 20 pesos por puesto. Esta es una feria social, sin restricciones sobre qué se puede vender ni cómo. Quizás por eso hace algunos años atrás un hombre extendió una tela en el piso y apoyó sobre ella granadas y armas de guerra para vender a la mitad de precio que en los locales autorizados. Cuando la policía se enteró, a través de la denuncia de un vecino, detuvo al vendedor por no tener los papeles correspondientes de los productos y confiscó mercadería de otros puestos por considerarla de sospechosa procedencia.  “Acá lo que se vende es la mejor empanada de la zona sur”, dice un hombre bromeando y aprovecha para ofrecer a cinco pesos las últimas empanadas de carne picante y suave cortada a cuchillo que le quedan del día. Lo que más se ve dentro de los puestos y apoyado sobre el piso es ropa usada, deportiva, zapatillas y accesorios para celulares.
La feria del Kilómetro, sobre todo los días domingos, reúne a gran parte de los 6.917 vecinos del barrio Kilómetro 26.700 que llegan para comprar o almorzar en alguno de los puestos de salchi-papas, empanadas o  choripán. Se ven familias, adolescentes y niños que recorren curiosos los pasillos que comienzan en la calle  El Aljibe  y desembocan en la estación. “Yo vengo los domingos, traigo a mis hijos a comer algo y de paso veo qué hay. La mayoría de las cosas son usadas, algunos en el barrio dicen que son robadas pero eso es difícil de comprobar”, explica una mujer con el pelo teñido de rubio  que nació y vive en una de las pequeñas casas que rodean la feria.  A los costados también se pueden ver la capilla San Cayetano, la escuela número 9 y la placita del Kilómetro.

En el bar La 26, al lado de la ferretería Kilómetro 26 y sobre la calle El Aljibe, todas las mesas están ocupadas. “No hay baños químicos y cada vez hay más basura, esto es un asco”, opina un señor mayor mientras toma un vaso de vino. En las mesas de al lado hay tres hombres más, de entre 65 y 80 años que toman, igual que él, vino con soda, y miran a la gente pasar por la vereda. Son los habitúes del bar y aunque critiquen y se quejen, parecen bastante entretenidos mirando el movimiento que hay afuera, este mediodía soleado de otoño. Allí, sentados, se quedarán hasta las tres de la tarde, cuando los feriantes empiecen a levantar su mercadería y ya no quede nadie en el terreno sucio ni en la estación despintada. Hasta el lunes, cuando todo vuelve a empezar. 
                                                                       Camila Bretón

Trabajo en el camino al trabajo




Erika Hernández Lehmann

            Subida al colectivo, camino a la estación de Constitución, el paisaje va mutando de acuerdo con nuestra cercanía al sur de la ciudad. Los carteles pasan de ser sobre marcas reconocidas y publicitan eventos como el show de José Alberto El Canario o espectáculos tipo “Strippers Vinicius”. La ciudad puede ser delimitada y reconocida también a través de la publicidad que se exhibe en sus calles.
            La terminal de Constitución sorprende de lo grande, con ese look de aeropuerto que saca el aliento. Vuelvo a sentir algo parecido a lo que sentí cuando llegué a Ezeiza desde Venezuela hace dos años, aunque, como es de esperarse, en una escala menor; mi destino no me causa tanta intriga y mi viaje no es tan largo como entonces.
            Compro el boleto y me dirijo a tomar el Ferrocarril Roca. Del andén 1 al 5 se puede ir a Temperley en cualquier tren eléctrico, así que entro por uno de los pasillos donde hay dos trenes esperando para partir. Veo las horas, el de la derecha parte a las 11:30 y el de la izquierda a las 11:42. Son las 11:27. La mayoría de la gente corre al de la derecha y yo me decido por el de la izquierda, por pura rebeldía. Además, el tren al que me subo es más bonito, de los nuevos; así de sencillo es mi razonamiento en ese momento.
            Me siento del lado derecho del vagón, pegada a la ventana. En el centro del andén una mujer grita “¡A tres por diez los chipáaas!” y yo que me compré un scone de cuatro quesos en Starbucks antes, a treinta pesos, me siento una boluda.
            Pablo Bles tiene ya su “tarima” montada, y en el micrófono guinda un cartel (una hoja A4 plastificada) con su perfil de Facebook, PabloBlesOk, y Twitter y un anuncio que invita a los viajantes: “SUMATE!!!”
            A mi lado se sienta una señora que va muy tapada a causa del frío y que está inmersa en su mundo gracias a los audífonos que lleva puestos. Pablo afina la guitarra y los comerciantes recorren el vagón ofreciendo café, panchos y gaseosa, como para amenizar el evento. También pasa el señor que ofrece “los auriculares Sony” para los que tal vez ya están cansados de oír a Pablo en este trayecto.
            Empieza el show “Hay un abismo entre ella y yo, ningún ismo entre los dos”, canta Pablo su tema Sirenita de ciudad, donde le pide a la chica “Nunca conozcas el mar, quédate en este río” y la invita a “nadar en sueños”. Se acaba el primer tema y, después de aceptar los merecidos aplausos, invita a los oyentes a pedirle canciones suyas si las conocen; para mi sorpresa, la gente no se hace esperar: “¡Todas!”, le dicen. Pienso entonces que los músicos son una especie de trabajadores sociales que hacen de la rutina del día algo mejor.
            El segundo tema se va con los mismos aplausos y Pablo habla de la próxima canción: una que le dedicó a una ex llamada Cinthya, ocho años después de haber terminado; se la mandó por e-mail y terminó puteado porque la canción se llamaba Julieta; “pero es que Cinthya no rima con nada”. Nos reímos y Pablo canta. Cuando pregunta si nos gustó, la señora a mi lado grita “¡SÍ!” y me doy cuenta de que los auriculares son pura facha y que ha ido escuchando todo el rato. En la quinta estación se baja Pablo, luego de decirnos que no seamos amarretes y dar la vuelta con la gorra.
            A las 12:00 llego a Temperley para hacer la transferencia y “no se sabe si sale a las 2:00 o a las 3:00” el tren hacia Haedo, según la mujer de Informes. La señora que está delante de mí y que hizo la pregunta se queda con la misma cara de ponchada que yo. Me voy a dar una vuelta por la estación pensando en que no podré llegar a destino; el trabajo llama en Capital y me va a tocar regresar antes de lo que pensaba. Me cruzo de vuelta con la señora que tenía la misma ruta que yo y me parece que ella sí se va a quedar a esperar, pero también parece que está acostumbrada y que se ha hecho amistades en la estación; se pone a hablar con otra mujer que observa a los transeúntes apurados desde el pie de una escalera. Cada personaje parece tener su rincón asignado en la estación y un perro con remera se rasca las pulgas frente a la boletería.
            Después de pasear un rato por la estación, ver el movimiento de gente y algunos avisos pegados a las paredes (como uno un tanto creepy que dice “El papá viajaba en el estribo del tren... ella lo sigue esperando” junto a la cara llorosa de una joven), me voy de nuevo al andén a esperar el tren que me lleve de regreso a Constitución.
            El tren de regreso no es tan bonito y nuevo como el de ida, pero lo que sí tiene igual o incluso en mayor medida es el comercio. Esta vez: alfajores Vauquita con baño de repostería, tres por diez; “caramelos Halls para la tos y la garganta: uno vale cuatro, tres valen diez”. En el tren, me parece que casi todo sale a tres por diez, excepto el Mantecol, del que con diez pesos te llevas sólo dos.
            En la pared, en la estación de Banfield leo en mayúsculas “SOMOS INSTANTES” y me doy cuenta de lo diferente que es viajar sin música. Vamos todos callados, serios y absortos en nuestras preocupaciones diarias; no hay nada que haga más ligero el camino.
            El mecanismo de venta de los comerciantes del tren es bajarse en una estación y correr hasta el siguiente vagón para iniciar el mismo discurso una y otra vez. Se sube un hombre que ofrece lo que hasta ese momento no había visto, pero que no podía faltar: las figuritas del mundial: ocho en cada paquete, cuatro paquetes por diez pesos, que son 32 figuritas.
            Cada quien ofrece lo que tiene, como Pablo con su música; lo que le parece que vende bien, como los que eligen dulces y caramelos; lo que considera útil, como las lupas con forma de tarjeta para llevar en la cartera y leer en el viaje; o lo que puede, como el que vende cintas métricas a veinte pesos. En la puerta del vagón se encuentran todos mientras esperan que el tren pare en la próxima estación. Se han hecho amigos, supongo, de tanto verse en el mismo lugar de trabajo, o tal vez se conocen de antes y se han repartido los rubros de comercio. El de las figuritas le dice al de la cinta métrica que en la ferretería está a dieciocho y agrega “re ortiva, el tipo”, para dejar en claro que es en joda. Discuten sus ventas como tal vez lo hagan (o no) los magnates de Wall Street y, así, se bajan del tren: haciendo análisis económico.
            El último vendedor que veo antes de llegar a Constitución también vende barajitas y lleva muy buena onda. Se pone a hablar con el encargado de cerrar las puertas. El hombre le pregunta al vendedor  qué lleva y si eso le da plata. El vendedor responde que sí y que “igual yo hice plata con las de Violetta”. Entiendo que se conocen hace tiempo. El vendedor le pregunta al operario por su domingo y por el día laboral hasta el momento; lo oigo decir que le faltan dos vueltas más antes de quedar libre.
            Antes de entrar en el punto donde se detiene el tren, pasamos una especie de caseta y saludan a un hombre que, supongo, controla la llegada de los trenes. El vendedor dice “¡Hay que estar ahí parado!” y el operario de puertas responde “Encima ese muchacho tiene tres hernias de disco, tres”. El tren se detiene, yo me bajo, más gente se sube, el operario tiene que volver al mismo lugar de nuevo y el señor de las hernias tiene que mantenerse de pie para verificar que todo vaya bien.
            La gente que se gana la vida en el tren puede que no la tenga fácil económicamente, aunque puedan ver el provecho del negocio si saben qué venderle al público; les toca hacer estudio de marketing para asegurar la comida en sus casas. El hecho es que estas personas han creado su gremio sin saber que lo son y colaboran con su servicio a que el resto de los que usan el tren como medio de transporte para llegar a sus puestos laborales la tengan un poco más liviana: les acercan el snack de entre-comidas, les mejoran la calidad de la lectura, les entretienen el paladar, les consienten el oído, entre otras distracciones que hacen el viaje más corto. Muchas veces el que acepta un artículo o un servicio por dinero cree que sólo él colabora con la causa del otro, pero no se da cuenta de que esa persona que recibe su dinero también colabora con él en alguna medida. Es un proceso de intercambio, no sólo de mercancía, sino de formas de vivir la rutina.

            Yo, como volví antes de lo esperado, paso a comprar las chipá que ofrecía la mujer entre los andenes 4 y 5, para así poder compararlas con las de Starbucks. En la mesa también tienen sopa paraguaya, que de sopa no tiene nada y se parece más a un budín salado (según la vendedora, con masa paraguaya, queso y cebolla). Llevo mi respectivo tres por diez y salgo de vuelta a la ciudad, donde me toca subir al 39 sin ninguna esperanza de que alguien me cante en el camino.

sábado, 28 de junio de 2014

¡Bien en la vía!




Un sacudón acompañado por el ruido de la fricción de las cadenas que unen a los vagones nos puso en movimiento y el tren,  traqueteando, tomó  velocidad. Por alguna razón recorrió sin parar unas cuantas estaciones hasta que repentinamente, se quedó parado. Me asomé por la ventanilla y vi como los pasajeros empezaban a saltar a los pastizales y a caminar hacia la locomotora. Estela, una de mis vecinas de asiento, dijo que era la misma locomotora que hacía diez días los había dejado a pie en Juan XXIII (una de las estaciones en las que no habíamos parado). Salté al pasto y camine detrás de Estela y la canasta que alzaba con ambas manos hasta que llegamos delante de la máquina y seguimos por el medio de las vías, donde el pastizal ya era un basural.
                   Había empezado el viaje por la mañana en la estación de Temperley. Es una encrucijada ferroviaria donde los trenes eléctricos  conviven con los diésel, y los andenes conservan  la estructura inglesa  del siglo XIX.  En esta estación se acantonaron las tropas radicales en julio y agosto de 1893 para hacer maniobras y marchar a tomar La Plata. Más de sesenta vagones movilizaron a los diez mil milicianos radicales que se concentraron durante varios días, depusieron al gobernador de la Provincia, el periodista Julio A. Costa y proclamaron en su lugar a Juan Carlos Belgrano. No hay recuerdo de ese hecho en la estación. Imaginé por un momento a los hombres vestidos de civil con sus boinas blancas, haciendo rancho en los galpones de los alrededores.
Las personas concentradas ahora en los andenes no eran milicianas. Eran trabajadores refugiados de la lluvia. Hacía ya más de cuarenta minutos  que esperaba cuando apareció una locomotora muy sucia; entre barro y grasa apenas se le notaba el color original, celeste y blanco. La gente se trepó y, empujado no sé si por bolsos o canastos, terminé sentado en un banco gris de chapa, tan frío que fruncía mis piernas para no apoyarlas.
                   El vagón estaba lleno. No imaginé ver tanta gente en un espacio tan pequeño. Los pasajeros destilaban olores que se condensaban en uno solo, fuerte y penetrante: roña, mezcla de sudores, y ropas perfumadas con  frituras, carbón y leña. El coche apenas tenía vidrios en las ventanas y el vaho pronto me invadió y ya no lo sentí.
                  Dos mujeres estaban sentadas frente a mí y tenían una canasta con bollos apoyada entre sus piernas y las mías, lo que me obligó a flexionar mis piernas hacia atrás, no sin incomodidad y dolor. Hablaban en voz alta. La dueña de los chipás era cocinera en un bar por las noches; la otra, empleada doméstica  en casa de un ferretero que era “un miserable”. Tanto que la hacía irse antes de que estuviera lista la comida para evitar que se llevara las sobras. Porque las sobras eran del ferretero, que después las tiraba.  Estela – así le decía la otra– cocinaba minutas frente a la estación de Lomas, en un bar donde se vendían más drogas que comida, pero  gracias a eso todavía le pagaban y –aseguró bajando la voz– le habían aumentado el sueldo.
                Un chico muy joven  estaba sentado a mi lado con un  bolso sobre las piernas. Miraba el techo. El tren estaba detenido desde hace casi diez minutos, cuando un vendedor ofreciendo alfajores rompió el silencio de la masa compacta de pasajeros. Yo estaba inquieto por el frio del asiento, los gritos de Estela y la demora en arrancar. El resto estaba  entregado al diario destino de viajar en el Roca, nombre por el que todavía se conoce a la línea del  que fuera el Ferrocarril del Sud, para el que trabajó mi abuelo, en la época de la administración de los ingleses. Conservo los botones hechos en London y Birmingham de los gabanes del abuelo Luciano, con los que yo jugaba cuando era un niño. Se había retirado en momentos de la nacionalización, y en mi casa se decía que cuando terminaron de jubilarse los últimos que sirvieron a los operadores ingleses, el tren empezó a destruirse.
                 Todavía conservo, también, el boleto de cartón de mi primer viaje en tren a los ocho años, con un compañero de primaria hasta la estación Dock Central del Roca –que hoy no opera– en una formación Fiat, esas con doble locomotora. En mi casa jamás supieron del viaje. Fue uno de mis grandes secretos.
                      El cielo estaba gris desde temprano y caía una lluvia muy fina. El inmenso basural se levantaba por ambos lados de la locomotora. Solo se escuchaban los pasos sobre el pedregullo de las vías manchado de combustible. Cientos de personas se perdían en los pastizales queriendo alcanzar un camino que se veía a la derecha, como a cuatrocientos metros. Seguí a la mujer de la canasta. El silencio era infinito. No se escuchaban protestas. Sólo los pasos sobre las piedras de las vías. Otro tren a gran velocidad en comparación con la del que me había traído, pasó camino a Témpeley.
               Cruzamos en medio de un caserío muy pobre, que se levantaba a los costados, casi sobre los rieles,  de donde asomaban niños y mujeres para ver pasar la caravana. Caminé hasta que aparecieron un paso a nivel y  un cartel.
                 Había llegado a la estación que llevaba el nombre de  Pedro Pablo Turner, quien fuera intendente de Lomas de Zamora. Pertenecía a la izquierda peronista. Entre amenazas de la Triple A y acusaciones dudosas, fue destituido de su cargo y reemplazado por Eduardo Duhalde. En 1976, después del golpe de estado del 24 de marzo, aparecería asesinado en un zanjón a la vera de un  descampado en Avellaneda.
               La estación Turner no tiene andenes: solo tierra, basura y un viejo sentado en una silla de plástico debajo de una sombrilla, vendiendo unas tarjetas no sé de qué. Baño no había. Y lo necesitaba  con urgencia.
               El sudor me empezó a correr por todo el cuerpo.
               La calle que se recostaba sobre la estación estaba llena de barro podrido. Me quedé parado al lado del vendedor de tarjetas perdiendo mi mirada en el horizonte de casitas naranjas, sin revoque y con los techos más coloridos que jamás haya visto.
            Mi situación desesperada afinó mi vista y mi audacia. Con dos saltos baje del terraplén y crucé una zanja, hasta el asfalto, pisando agua podrida. Con mi mejor sonrisa pegué dos tímidos golpes en una puerta de chapa verde, al costado de la cual había un pequeño cartel de madera que decía  tarot. Me abrió una mujer a quien le pregunte si estaba quien leía. Sin mucha atención me hizo pasar, me quité la campera y me senté frente a una mesa en la propia cocina, al tiempo que pregunté por el baño.  
               La mujer flaca y pálida que me atendió se paró salió de la casa y al instante volvió a entrar, pidiéndome que la siguiera. En el fondo de la casa había un cuartucho con una puerta y un inodoro. Agradecí al destino la lejanía de la casa. Se escuchaba el ruido de la lluvia como piedras sobre el techo del baño. Era peor que el baño de una estación ferroviaria, no digo peor que el de Turner, porque en Turner no hay baño.
          Luego  de recuperar el control de mi vida, me senté  frente a Liliana – así se llamaba la tarotista– y ella comenzó a barajar cartas españolas con mucha rapidez. Alcance a reconocer la mesa en una foto colgada en la pared. Alcancé a reconocer a Diego Maradona detrás de esa misma mesa. La mujer se dio cuenta y me contó que lo atendió varias veces cuando estaba por divorciarse, y que lo había traído una cuñada que lo acompañaba siempre. Me advirtió que Diego “pagaba muy bien”. Me quedé pensando en cuánto me cobraría por su consulta. Continuó barajando las cartas, hasta que me pidió que cortara con mi mano izquierda. 
            Alineó las barajas como iban saliendo del mazo. Y empezó a hablarme sin parar. Me dijo que pronto tendría un importante ascenso y que me preparara para que el destino jugara a mi favor, además de aconsejarme dejar un negocio antiguo que tengo aunque me esperaba un inmenso dolor, a lo que seguiría una inmensa felicidad. Repitió el ejercicio cinco veces, armando diferentes dibujos. Me miró y dijo “trescientos pesos”. No dudé en pensar que había pedido el baño en el lugar más caro de la villa. Ella lo sabía. Aceptó ciento cincuenta, advirtiéndome que la próxima vez le pagaba la diferencia.
            No pensaba volver a verla jamás. Crucé la calle y me quedé esperando el tren que regresaba a Temperley. Recordé que Yrigoyen  había sido amigo del curandero Pancho Sierra. 
           Me ayudaron a subir  al tren, que estaba lleno. Un pasajero me sujetó de un brazo y logré entrar empujando entre el gentío. El mismo silencio. El traqueteo. Tenía las manos en los bolsillos de mi pantalón rojo envolviendo el atado de cigarrillos. Los estrujé y los saqué dejándolos caer en el piso del tren.

           No creo en brujas. Pero quizás haya conocido a una.
                                                                                                         
                                                                                                   Daniel G. Montes
  

Entre chapas y diamantes



 
      La Estación María Eva Duarte –que figura en el sistema electrónico de la SUBE sólo como Eva Duarte– está en el centro de Laferrere, partido de La Matanza. Fue inaugurada el 14 de enero de 1999. Es la duodécima estación del ramal del Ferrocarril Belgrano Sur que nace en Barracas –en la estación Buenos Aires– y termina en González Catán. María Eva Duarte tiene una casita prolija que funciona como boletería y una casucha de la que –de vez en cuando– salen guardas y juegan a pegarle con palos a las rejas. Dicen que no pueden hablar conmigo porque están trabajando, y cuando me alejo continúan su labor de pegarle a las rejas con palos. Los domingos no hay parrillitas ni parrilleros ofreciendo choripanes, no hay superpanchos a diez pesos con todas las salsas ni lluvia de papas. No se venden chipa, ni churros, ni pañuelos descartables, ni cremas bolivianas para curar todo tipo de dolores, ni lapiceras Bic. La Estación María Eva Duarte se encuentra frente a la Agrupación Eva Duarte, la mueblería Eva Duarte, el frigorífico 12 y Gran Surtidos San Rafael. Los carteles de los locales están pintados a mano y sus edificios a medio revocar, a medio pintar o a medio construir. En los alrededores de la Estación María Eva Duarte no está nada terminado. Son obras inconclusas y caseras, como quien fue progresando de a poco pero se detuvo y hace mucho tiempo.

                                                        ***

María Eva Duarte nació el 7 de mayo de 1919 en una ranchería de Los Toldos asistida por una comadrona indígena que ya había ayudado a su madre, Juana Ibarguren, a traer al mundo a sus hermanos. Su padre fue Juan Duarte Echegoyen, un político conservador de Chivilcoy y terrateniente que mantenía paralelamente dos hogares. Mientras que con su esposa Estela Grisolía, llevaba el estilo de vida correspondiente a su posición en la alta sociedad, con Juana mantenía un romance intermitente en una vivienda precaria. El papá de María Eva Duarte no la reconoció ni a ella ni a sus cuatro hermanos como hijos legítimos. Sí accedió a hacerse cargo de sus gastos y a visitarlos de vez en cuando en el rancho que había destinado para ellos dentro de su hacienda. En 1920, él determinó ocuparse sólo de su familia legítima de manera legítima y no se supo mucho más que eso durante un tiempo. Juana, entonces, tuvo la difícil tarea de mantener cinco hijos sola. Decidió mudarse a una nueva casa en la periferia de Los Toldos, cerca de las vías del tren.

                                                        ***

Los domingos, los vagones del tren a María Eva Duarte están desiertos. Durante los primeros minutos, lo único que se destaca es un vómito blanco en el piso y un guardia que recorre los pasillos hablando por teléfono y comiendo un choripan. Nada más hasta que aparece ella.
Ella tranquilamente podría ser una mujer de cuarenta años que aparenta entre cincuenta y sesenta. Lleva unas zapatillas medio pantuflas medio alpargatas y un pantalón de jogging oscuro y está envuelta en una manta cuadrillé. Su rostro es perfectamente simétrico y su mandíbula se marca en dos ángulos rectos. Ojos pequeños, nariz pequeña, boca pequeña. Una pequeña mujer de piel morena que recorre el tren. Su cabello apelmazado  y sucio se confabula en una rasta negra que apenas cae al costado de su cabeza –porque la  gravedad no siempre gana–. Tiene la mirada perdida y ni en un millón de años podría adivinar lo que está pensando.

                                                        ***
Ella se acerca despacio y tira sobre mi falda un papelito sucio. Los bordes del papelito estaban raídos y al abrirlo me di cuenta de que de hecho eran dos papelitos. Por como ella me miraba, pensé que podría tratarse de algún mensaje al estilo de Lo mejor es enemigo de lo bueno. Esos que, a cambio de algunas monedas, pretenden despertar algo de quien lo lee. No lo era. Se trataba de dos pedacitos de hojas arrancadas de alguna fotocopia de algún libro en las que se podían leer palabras sueltas como lengua, corte, nobles, educación, presionado, 23 de enero, 4 de diciembre, cuestión, Mitre y Roca, pusiera, partir, 1882, Suprema, renunciando, 1885. Una capa de visible mugre cubría los bordes arrancados desprolijamente y mientras yo lo leía, ella me miraba. Se sentó delante de mí. La miré. Esperé. Supuse que tal vez quería dinero, pero supuse mal. Si hubiese querido dinero habría extendido la mano, o dicho algo. Pero no, estaba sentada frente a mí, me miraba y ni en un millón de años podría haber adivinado lo que estaba pensando. No hablé, no habló. El guardia del choripan volvió y le hizo un gesto con la mano a modo de portate bien. Ella lo miró desafiante, se paró y se fue. No la volví a ver. No pude evitar pensar que si ella montara semejante performance en el Centro Cultural Recoleta se llenaría de plata.

Caminé un par de vagones hacia alguno que no estuviera vacío y me senté atrás de un grupo de hinchas de Independiente. Ese día, el Rojo se jugaba el ascenso con Patronato de Paraná. Unos asientos más adelante, un hombre mayor gritaba por la ventanilla mientras comía mantecol: ¡¿Qué estás haciendo?! ¡Salga de acá! ¡Deme dos panchos, dos panchos deme! Los hinchas cantaban: Que demuestre que te quiere de verdaaaaaad, en las buenas siempre vamos a todos ladooooos, en las malas ya copamos una ciudaaaad, en el año ‘83 yo me reia Academia no parabas de lloraaaar, ya pasaron varios años de ese día y por eso te lo voy a recordaaaaar, yo era campeón vos te ibas al descenso por cagón, así son academia la puta que te parió. Les sonreí y casi se me escapó un Rasin putoooo –me gusta decir Rasin puto–. Mientras golpeaban las paredes del tren, el señor que gritaba por la ventana comenzó a gritarles: Andate a la puta que te parió, se apretaba la cara con fuerza y amagó con pegarle a la pareja que estaba sentada delante de él. Cuando se bajaron los hinchas, el vagón quedó en silencio.

                                                       ***

Al costado de las vías del tren se ven casuchas improvisadas con chatarra y cosas que la gente no quiere más. Sillas de oficina viejas, cacerolas abolladas, chapas, maderas astilladas, tablones podridos, sillones rotos. Parecen las precarias construcciones de sobrevivientes de un apocalipsis zombie. Tal vez sean los sobrevivientes de un apocalipsis zombie. Tal vez nosotros, los que los vemos desde el tren, nos convertimos en zombies y nadie nos dijo nada.

                                                        ***

Cuando Eva tenía 6 años su padre falleció repentinamente. Fueron al funeral de riguroso luto pero no los dejaron entrar. La familia legítima de Duarte sólo les permitió seguir el cortejo fúnebre mezclados entre la multitud. A María Eva, la desigualdad le angustiaba. “Recuerdo muy bien que estuve muchos días triste cuando me enteré que en el mundo había pobres y había ricos; y lo extraño es que no me doliese tanto la existencia de los pobres como el saber que al mismo tiempo había ricos” escribió María Eva Duarte luego de haberse transformado en Eva Perón.
Eva Perón se convirtió en primera dama a los 27 años. Además de encarnar un símbolo social y político, Evita luchaba contra el sector que tanto había despreciado a su madre durante toda su vida. Pero también adaptó su estilo de vida. Eva Perón tenía su propio maniquí en la Maison Dior para que le cosieran vestidos a medida. Era dueña de un collar birmano de rubíes y diamantes que en el 2003 se subastó por US$ 450.000 y del broche de zafiros y diamantes que fue comprado por un millón de dólares en 1998. Eva Perón quedaba un poco lejos de la María Eva Duarte que se mudó con su familia de Los Toldos a Junín sin decirle nada a nadie porque debían dinero en el pueblo.

                                                     ****                                                     

Pluma que vuela que en mi país tenga gente buena. Gotas de color que en mi país haya amor. Pimienta a medida para que mi país tenga comida. Agua de la fuente para que mi país tenga gente decente. Dientes de ajo que en mi país haya trabajo. Se lee en las paredes de la boletería de la Estación María Eva Duarte, en un mural que hicieron alumnos matanceros. Las pinturas datan de los ‘90 y están en buen estado. No hay rayas, rayones ni miembros íntimos masculinos. Alrededor hay escombros y basura, y más escombros y más basura. Papeles de golosinas, colillas de cigarrillos, botellas aplastadas de gaseosa, maderas pequeñas, cañitos, preservativos, y hasta materia en descomposición de dudosa procedencia. Desechos, mugre, suciedad, excremento, porquería entre bocetos de manos que intentan agarrar hogazas de pan.

Florencia Nieto
   

Donde vive la estación De Elía



Faltaban quince minutos para las 14 y estaba sentado en una caseta que vende choripanes y otras delicias gastronómicas muy argentinas a bajos precios. Me tocó el banco que estaba más cerca de la parrilla. Podía ver en todo su esplendor los chorizos cortados en la mitad sobre las brasas que ardían con el fuego y que hacían ese sonido estimulante de la carne quemándose. El aire me traía el humo de frente que hacía más cálida la espera del tren que me llevaría de regreso desde la estación De Elía en el occidente al Buenos Aires de siempre, el que aparece en todas las fotos de los turistas.
No pensé mucho antes de ordenar un “choripán con todo”, que pudo haber sido la peor opción porque me esperaban más de dos horas y media de viaje. Mi estómago colombiano poco acostumbrado a los chorizos podía hacer combustión en la mitad del viaje y Dios sabe lo que podía pasar. Por ahora volvamos a la caseta de la estación De Elía del ferrocarril Roca, en zona oeste, en donde esperaba a que me sirvieran la comida que había pedido.
La parrilla estaba custodiada por un gato blanco que se lamía las patas en el suelo y por las moscas que se posaban encima de los chorizos como si estuvieran inspeccionando su calidad. Me quedé viendo cómo se paraban en la superficie roja y frotaban sus dos patas delanteras. Quien le daba vuelta a los chorizos era un viejo con facciones cansadas y cabello rebelde que se adornaba con una calvicie prominente en la parte de la corona de la cabeza. En él se posaba la misión de alimentarme.
El administrador del lugar era menos viejo. Vestía una camisa a cuadros y un buzo beige al mejor estilo Oxford. Su cabello prolijo y sus mangas dobladas hasta el codo lo hacían el único sujeto que no se ajustaba a esa escena llena de obreros con ropas gastadas y manchadas, que ocupaban todas las butacas que rodeaban la caseta. Almorzaban milanesa con papas fritas, sopa, hamburguesas, choris o locro. En una inspección general, la escasez de dientes se compensaba con el exceso de tatuajes mal hechos.
–¿De dónde sos? –me preguntó el dueño cuando me recibió el dinero del pago y dedujo que mi acento no era de por ahí
–De Colombia.
–¿Y le gusta Argentina?
–Me parece más seguro que mi país –respondí.
A dos puestos de donde yo estaba uno de los hombres en medio de su comida me miró.
–Ni crea, eso espere a que lo roben por acá, ¿qué vino a hacer? –me dijo.
–A conocer, porque me aburrí de ver el obelisco –le dije. Se echó a reír y volvió a sus papas fritas tapadas en mayonesa.

La estación De Elía se encuentra en el límite de los barrios Aldo Bonzi y Tapiales, en la Zona Oeste de Buenos Aires. Está debajo del puente que sostiene la estación Ingeniero Castello. Ese punto es la intersección de las dos líneas del tren, una que va a Haedo y la otra a Marinos del Belgrano. Alrededor de la estación solo se ven terrenos baldíos y algunos barrios marginales: casas construidas con láminas zinc, madera, cartón o bolsas de plástico. En la mayoría de ellas se puede ver la ropa colgada en cables y cuerdas amarradas en la entrada que sirven como decoración y también para adivinar quienes viven en cada casa. En una hay un par de jeans anchos, un buzo rosado chico, remeras con estampados y medias, muchas medias en los calados de las rejas que protegen la ventana en una de las cuatro paredes de ladrillo sin empañetar. El techo es un fuerte de latas de aluminio con bloques de ladrillos encima para que el viento, la lluvia o algún ladrón no se las lleve fácilmente.
Encima del refrigerador que estaba en la mitad de la caseta de los choripanes había una escultura chiquita de lo que parecía un santo. Tenía una sotana blanca con una cadenita que le rodeaba la cintura, una pequeña capa roja y en el cuello una especie de alambrado. El encargado de darle la vuelta a los chorizos me dijo que era Gauchito Gil. Me aclaró que en realidad ese estaba pintado de blanco porque el original tiene el vestido rojo. “Por aquí se le pide mucho a Gil”, terminó explicándome.
Ese tal Gil es una figura adorada en el norte de Argentina. Entre las versiones más difundidas se dice que era un trabajador rural que participó en la guerra de la triple alianza (Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay). Antes de ser asesinado le dijo a su verdugo que después de matarlo pidiera por la salud de su hijo enfermo en nombre de Gil. El niño se salvó y el milagro se propagó por toda la región.
Por fin estuvo mi comida. En un plato azul, el dueño me puso una servilleta de papel y encima el pan con un chorizo grande en medio.
–Y por favor deme una coca cola!
Los hombres de la caseta estaban sumergidos en una discusión sobre el Mundial y las posibilidades que tiene Argentina de coronarse campeón. Uno de ellos no estaba tan confiado, pero da igual: con tanta publicidad en televisión  hasta un extranjero empieza a creer que la selección de Argentina se merece la copa, porque, como dice uno de los avisos, “Dios sigue siendo argentino” y “los argentinos somos eso que nos pasa cada cuatro años”.
Sentada a pocos metros en la escalera que subía a la estación Castello estaba una señora con sus dos hijas. Terminé el choripan y me quedó la botella de la Coca Cola medio vacía. Una de las niñas chifló y miré a ver qué le pasaba. Hizo una seña con su mano, como si tomara de un vaso imaginario y yo le mostré la botella de plástico con una seña de interrogación. Ella asintió con la cabeza y me paré para llevarle la botella. Ella me dio un “gracias” mudo y me devolví a la misma banca a esperar el tren de regreso que pasa cada hora.
Le pregunté a una señora a mi lado si el tren iba a tardar mucho. Me confirmó que no demoraría más de quince minutos en llegar. Pasaba cada hora. Aproveché el tiempo para sacar algunas fotos y casi al instante la misma señora me advirtió con cara de “este no sabe dónde está” que tuviera cuidado con el celular. Eso me hizo acordarme de Bogotá. Allí no hay trenes pero sí hay paradas en las que también roban celulares, y zapatos caros. Nadie le habla a quien tiene sentado al lado por miedo a que sea un violador o un ladrón.
El viaje a tierras desconocidas
Tres horas antes de almorzar choripán estaba preparado para viajar, porque sabía que la estación a la que iba quedaba lejos, muy lejos.
Vicente López – Retiro: Eran las 10:55 y estaba corriendo de mi casa a la estación de Vicente López para que no se me fuera el tren que pitaba a lo lejos y que pasa cada quince minutos hasta Retiro. Me subí medio agitado. Muchos leían, no olían a nada y todos bien abrigados y peinados. Con esa indiferencia que causa estar rodeado por desconocidos, se perdían en sus libros y celulares.
Retiro – Constitución: A las 11:50 estaba en uno de los vagones de la línea C del subterráneo que va a la estación donde nace el ferrocarril Roca, que es el que llega hasta la estación De Elía. Percibo, como cada vez que me subo a este subte, un olor como si fuera la mezcla entre aliento a humo de cigarrillo y dientes picados. Una mujer ciega se abría paso con su bastón mientras pedía monedas.
Constitución – Temperley: Sobre las 12:10  iba camino a tomar el tren eléctrico. Ya sentado junto a la ventana empezó el concierto de un hombre ciego con su guitarra cantando algún tango viejo. Justo después de su performance, otro empezó a vender lapiceros Parker con su lema “si usted sabe de Parker no me va a dejar mentir”. Inmediatamente terminado el acto, otro ofrecía caramelos de menta y el último se puso a vender alfajores Nevares a dos por cinco pesos.
Temperley – De Elía: A eso de las 12:50 me perdí buscando el tren que iba a la estación De Elía, la que quería conocer. De pronto vi en uno de los letreros que el mío salía en diez minutos. Ese tren era lleno y lento, muy lento, desesperantemente lento. No me quedó otra que mirar cómo el paisaje cambiaba drásticamente. Pasé de ver edificios a tierra despoblada, me sentía viajando a un pueblo lejano. De tanto en tanto, conjuntos de casas humildes y ni soñar con encontrar una carretera de pavimento.  

El viaje duró dos horas y media. Más o menos 35 kilómetros para conocer un pedazo del Buenos Aires que a pocos turistas les interesa. El Buenos aires de barrios tan pobres como reales, llenos de personas que componen la base de la sociedad, los que trabajan cada día y se la pasan mucho tiempo en esos trenes y en esas casetas. La estación De Elía puede no ser el lugar más vistoso ni el más caro ni el más bonito de Buenos Aires, pero es parte de la “real realidad” que los folletos de las agencias de viajes no incluyen en sus planes.
                                                             
                                                                                                Yamid Zuluaga Quintero

domingo, 22 de junio de 2014

De conejos y de hombres

        

   Me acerco a las boleterías de la estación Constitución y pido un boleto hasta Kilómetro 34.
         –¿Hasta dónde?
         –Kilómetro 34» -repetí.
Detrás de la ventanilla, el empleado le pregunta al compañero a su lado. Este le indica algo que no logro escuchar y me pide que acerque mi tarjeta para descontarme el importe. «PROHIBIDO VIAJAR EN LOS ESTRIBOS!» advierte el boleto que me entrega. Como ‘estribos’ me remite a ‘sensatez’ y no a esa ‘especie de escalón que sirve para subir o bajar de un vehículo’ me río por dentro al imaginar que lo que en realidad se prohíbe es la posibilidad de viajar con cordura.
Detengo la risa cuando subo las escaleras desde las galerías del subterráneo y alcanzo a divisar los techos altísimos de la estación. Primero, porque a esos monstruos arquitectónicos de mil cabezas hay que guardarles respeto. Segundo, porque en esas grandes construcciones de las que entran y salen colectivos, subtes y ferrocarriles no existe la figura del extraviado. Uno no puede perderse en Constitución y, si lo hace, hay que hacer como si no: llevar el paso firme, esquivar a los lentos, mirar a los lados como si se tomaran polaroids mentales del estado de situación.
Le muestro mi boleto a una de las guardias que vigilan los accesos a las plataformas.
–¿Sabés cuál me tengo que tomar para ir hasta Kilómetro 34?
–¿Hasta dónde?
–Kilómetro 34 –repetí.
Le pregunta a otra compañera que abre grandes los ojos y se queda callada. La primera de ellas se acerca a otro guardia.
–¿Hasta dónde vas vos?
–A la estación Kilómetro 34. Creo que está en el ramal Temperley—Haedo.
La referencia, que oculto desde el principio por una confianza ciega en la pericia de los trabajadores de Argentren, es clave:
–Ah, sí. Tomate alguno de esos dos que van hasta Ezeiza. Te bajás en Temperley y hacés trasbordo en el andén número 1.
Luego de casi media hora de viaje llego a Temperley, casi 20 kilómetros en línea recta al sur del Obelisco. Subo una escalera para bajar al otro lado de la estación y le vuelvo a mostrar mi boleto a un guardia.
–No te sirve.
–¿Cómo que no?
–Esto te sirve para ir hasta Kilómetro 34. Tenés que sacar uno a Constitución.
–Pero yo en Constitución saqué para Kilómetro 34.
–¿Vos adónde querés ir?
–A Kilómetro 34.
–Ah, entonces tenés que ir hasta ese andén que está al fondo.
El intercambio es torpe. Soy un turista absoluto de la línea General Roca y no hay polaroid mental que valga.
La tabla horaria del servicio diesel Temperley—Haedo indica que, de lunes a lunes, a las 11.46 sale un tren de Temperley. La formación a la que me subo —tres vagones nada más— tarda veinte minutos en salir pero nadie se impacienta. Después de recorrer el tren un vendedor de café vuelve a la plataforma y empieza a cantar el Aleluya. Luego, vendedores de estampitas, de chicles y de gorros y guantes. Ni dentro ni fuera del tren hace frío pero el stock de este último es un éxito. «Uf, no. Esos ya se me acabaron» le dice a una chica que le pide un gorro coya. Una señora quiere comprar un par de guantes para el marido y le pregunta al vendedor: «¿Cómo se llama cuando te duelen los huesos?» Con mi vagón a medio ocupar, el tren arranca y el movimiento dentro se detiene.
Las estaciones son pequeñas, la señalización es mínima y el tren no espera. Después de Santa Catalina empiezan a aparecer las primeras villas. ¿O son los primeros asentamientos informales? La distinción elaborada por la imaginación académica se me escurre entre los dedos. Se dice que tradicionalmente las villas son pensadas por sus habitantes como estadios intermedios provisorios antes de poder acceder a la metrópoli. Los asentamientos, en cambio, se planifican y son percibidos como permanentes. Kilómetro 34 es la cuarta estación desde Temperley, pero no me bajo. «Voy hasta la terminal y de regreso me bajo» pienso. Suben dos chicos con guardapolvo, se sientan y uno saca un dibujo de líneas y curvas geométricas a medio colorear y un marcador azul. El otro ojea figurita tras figurita de un mazo de cartas coleccionables. Al rato se ponen a comparar sus cuadernos de clase y bajan, unos minutos después, en La Tablada.
Cuando el tren llega a Haedo nadie lo anuncia. En la estación compro un pasaje con destino a Constitución y me subo al mismo tren en el que llegué. Una fila de asientos me separa de una señora bajita, con calzas negras y pulóver blanco con rayas azules, que lleva al hombro una bolsa de un congreso de oftalmología y abraza una mochila que ocupa el asiento de al lado. Le pregunto si sabe cada cuánto sale ese tren y no logro entender su respuesta. Me acerco apoyando el cuerpo en el respaldo de la fila que me separa. «¿Cada cuánto?» Alcanzo a verle sólo dos dientes. «Dos horas». Y ahí Susana empieza a hablar.
Primero, que viene del Mercado Central. Estuvo toda la mañana caminando y ahora se vuelve cargada a su casa. Es ahí cuando me entero de por qué en la parada Agustín D’Elía el movimiento de gente es intenso. «Llenísimo el mercado» dice con cara de disgusto. Escucha «¿qué compró?» y la mirada se le enciende y las palabras se vuelven a atropellar. Con los ojos en dirección oblicua, empieza: «Lechuga y manzana, un montón. Todo para los conejos. Tengo veinte conejos. El otro día me comí un conejo a la parrilla… dos conejos a la parrilla. Ay, qué delicia. A mí no me gusta ver cuando los matan pero qué rico que estaba. Lo mismo con los pollos. Tengo dos gallos. Son riquísimos cuando no son ni muy pollitos ni muy viejos. Hay un tamaño ideal. Lo malo es que algunos pasan por ahí y te roban los gallos. Si me los piden yo les doy pero, ¡no! Ellos van y… (hace un gesto de robar con la mano)». «También compró albahaca, siento el aroma desde acá». «Sí, un poquito nomás. Quiero hacer un pesto. Mmm, con una pasta…»
Susana se va a bajar en Kilómetro 34, pero yo todavía no lo sé. A unas cuadras de la estación anterior, Turner, vive una de sus hijas. La visita con frecuencia, aprovecha que un colectivo de la zona conecta las esquinas de ambas casas. «Tengo seis hijas, ¡ni un varón! ¿Vos sos de Capital? Una de mis hijas conoció a un chico inglés. Se fueron a vivir a Londres, se casaron y ahora no quiere ni pensar en volver. Ya no están juntos. Ella no le fue fiel. Él no le fue fiel. Pero bueno, conoció gente allá». En su relato, fragmentario y acompasado, se cuelan episodios de una vida pasada. Hace dos años que no trabaja, hace dos años que no vive en Buenos Aires. Hace su vida todos los meses con tres mil pesos, una pensión por viudez que le otorga el Estado.
A pesar de todo, nunca se acostumbró a vivir en las afueras. «A mí me gustaría vivir en Buenos Aires, como antes. Acá no me gusta… todo a la intemperie. En Buenos Aires vivía en un caserón cerca del mercado de Abasto, ahí por Lavalle y Agüero, pero me quisieron subir el alquiler a cuatro mil pesos. Ojo, tenía todo, eh. Pero el sueldo ya no me daba». No le gusta el suburbio ni tampoco esa maraña de esperas y cansancios que moverse, de sur a oeste, de oeste a norte, de sur a norte, exige.
–¿Va seguido a Capital?
–No, no tanto. La semana que viene tengo que ir a cobrar la pensión y este fin de semana tengo el cumpleaños de mi nieto. Dos años cumple. Pero el viaje es largo. Los zapatos no te dan. El tren a veces viene y a veces no.

Kilómetro 34 ya no se llama así. Aunque los carteles no lo indiquen, la estación se llama Scalabrini Ortiz y lo que Susana reconoce como su casa no forma parte de una villa ni un asentamiento. «Esto es Barrio Obrero». Como no hay sistema de gas, Susana cuenta que tiene que comprar cada mes una garrafa que a veces no le dura esos treinta días. «En el barrio hay de toda gente. Están los que cuando no tengo para pagar la garrafa me fían. El otro día una de otra casilla pasó y empezó a criticar así que le grité ‘Si sos tan delicada, ¡andate a la ciudad, paraguaya patasucia!’ Jajaja». Sujeta el bolso y agarra la mochila apenas el tren deja atrás Intendente Turner. Como si hubiera aguardado hasta el final para una declaración política, arranca: «A ver si la presidenta se acuerda de la gente pobre también. De este lado de las vías mejoraron todo, está precioso, pero se olvidaron de mi lado». Me sonríe, me dice que tenga “cuidado con los chorros” cuando llegue a Temperley y se despide: «Ahora yo me bajo pero si te sentás en la fila de al lado vas a ver mi casa. Es de madera y material. Vas a ver la madera porque les hice unas jaulas de madera a los animales. Los conejos y los gallos, todos correteando por ahí.
                                                                      Fernando Ojam

Una locomotora es la fucking Gioconda



“Vamos a hacer Yo quiero ver un tren: ustedes saben que es un tema que se sitúa en el futuro, y habla de que estalló una guerra con unas bombas neutrónicas que arrasaron todas las ciudades. Entonces, obviamente, ver un tren es como ir al Louvre, porque no quedó nada (…) La locomotora resistió, quiérase o no, y entonces quizás en el futuro quede así enterrada una locomotora y alguien la quiera ver, tenga la necesidad de verla, como si fuera, prácticamente la estatua de una virgen”, explica Luis Alberto Spinetta antes de cantar. Está en YouTube, hablando a través de la red y del tiempo desde un acústico de MTV en 1997. “Ahora el mundo no tiene ni agua. La mañana me encuentra sospechando en el aire (hiper ultra contaminado) caminando en la nada”. Pide palmas y arenga: “Llévenme a ver un tren, llévenme a ver un tren, oh yeah, llévenme a ver un tren, no los recuerdo, yo quiero ver un tren, yeah”. Después el Flaco loquea cantando sobre una base y termina con esa línea que ahora, en casa, frente a los folletos del museo taller Ferrowhite, me parece tan exacta como los nombres que, me entero, tienen los hombres con los que me pasé la tarde.
      “Pedro Caballero (mecánico del Galpón de Locomotoras de Ingeiero White), Roberto Orzali (marino mercante), Florentino Mazzone (trabajador de YPF) y Pedro Marto (estibador)”, se detalla con precisión al pie de una foto que muestra a estos cuatro hombres, jubilados, sus pelos blancos, sosteniendo enormes herramientas de cartón. Y sonriendo. Identifico rápidamente a los tres que sí conocí: Pedro, Roberto y Florentino.
    A poco de entrar al predio, el último es el primero que nos encontramos. Florentino acaba de despedir a un grupo de participantes de un taller de fotografía que había conseguido un permiso para entrar a hacer tomas en la vieja usina San Martín, desguazada en el 2000 después de proveer de electricidad a la ciudad de Bahía Blanca durante 56 años. Florentino se nos acerca hablando desde antes de alcanzarnos. Lo hace como si nos conociéramos de siempre o, mejor, como si ese hombre nunca dejara de hablar, no supiera cómo pulsar el silencio.
Y no debería reprochársele: lo que se cree, al principio, es el ruido del mar –porque sí, el mar está ahí aunque antes de él haya un alambrado con coronas de púa, y lo prueban los barcos, a lo lejos, con las luces encendiéndose en el atardecer, cuando parece que no hace falta pero hará falta dentro de tan poco que la luz es una posta a media entrega durante unos minutos de indecisión maravillosa– no es otra cosa que el trajín de los elevadores, detrás de la otra usina. La que sí funciona. Y en medio de esa mímica turbia del silencio, entonces, Florentino: una radio encendida que se dirige a unos y a otros, un faro disponible y alegre, alegre, alegre. Así también los demás, una vez dentro, se me aproximarían. Pero ¿cómo preguntar el nombre de alguien sin interrumpir la fe y la belleza cuando la conversación ya está tan avanzada, cuando nos hemos dicho cosas de esas que se confiesan con el atrevimiento de la intimidad intempestiva, cuando nos hemos mirado un poco y hemos reconocido en el otro algo de eso en lo que más tememos convertirnos, algo de eso en lo que más tememos no ir a convertirnos jamás?


                                                   *

Al Ferrowhite se llega, desde Bahía Blanca, por la Ruta Nacional Nº 3, camino al puerto de Ingeniero White. Se toma por el Puente Colón, se cruza el barrio inglés (donde vivían los gerentes del tren, mientras que la alcurnia ferroviaria se quedaba con Villa Harding Green), se dobla en el empedrado, se sigue, se cruza la vía y se sigue, se toma una rotonda. Ahí, la ruta. Y se sigue. Así hasta llegar a cien metros del parque industrial y ver los carteles que dicen “Ingeniero White”, después de lamentar un horizonte mordisqueado por chimeneas con lenguas de fuego y humo sucio que se traduce en un profundísimo olor a mierda que entra por las ventanillas. Los días nublados, las industrias aprovechan a disimular sus desperdicios: tenemos suerte, hoy estuvo despejado. Ya hubo escapes de cloro y de amoníaco, y el viento no pocas veces, milagrosamente, salvó a la Springfield argentina de un desastre, desviando hacia el mar los venenos. Las familias del puerto han observado cómo se desvalorizan sus inmuebles año tras año, entrampados en una zona industrial que colonizó sin más una zona urbana. Los pescadores artesanales del puerto han visto cómo las especies merman año tras año al punto de volver obsoleta su fuente de trabajo por causa de la contaminación. Pero, claro; las plantas, cuya instalación fuera rechazada en Europa, industrias que no producen ninguna mercancía de consumo directo como para justificar la pauta en medios de comunicación de sus productos, son, prácticamente, los únicos auspiciantes que posibilitan la supervivencia económica de diarios, radios, eventos culturales y televisión en la ciudad.
         Prácticamente todo el discurso de la región está financiado por las industrias del polo: carreras, pistas de salud, recitales, muestras, canales, revistas, obras de teatro. Hay una red antigua de relaciones institucionales (que incluye a la Municipalidad, a la Universidad Nacional del Sur y a la Universidad Tecnológica Nacional) que asegura un estado de resignación desinformado y un nivel de queja controlado, atomizado, incapaz de organizarse de modo suficiente, y dispersado por la intromisión milimétrica y precisa de la pauta industrial en la vida doméstica de los bahienses. Uno de los periodistas más conocidos de radio de la ciudad, mientras yo cubría mi primera nota y preguntaba por qué motivo el polo había financiado un mural en una de las paredes de la Tecnológica, me advirtió: “Si querés trabajar acá, eso que ves salir no es humo, nena: es vapor de agua”.
     Entonces, decía, para llegar al Ferrowhite, que está en la órbita del Instituto Cultural de la Municipalidad y en noviembre cumplirá diez años abierto, hay que pasar en medio de esa lengua de brea estirada entre baldíos y barrios obreros con la contaminación de fondo, atravesar un aire que se pegotea a la ropa, al pelo, a los pulmones. En el caso de un visitante, la respuesta será una ducha. En el caso de un vecino, probablemente, un cáncer: una de las causas de muerte más comunes en la zona, algo que nadie quiere publicar. Y esa pasarela no puede ser obviada porque denuncia, de algún modo, la misma desidia que denuncia el Ferrowhite.
        Después se toma el boulevard y se pasa frente a unas tres cuadras de cabarets de puerto. Se lee en carteles colgantes que llevan muchos años sin recambio: La sirena, El delfín, Champán, El nuevo tiburón, New Las Vegas, Burlesque. También hay prostitución, pero nadie quiere hablar de eso. En 2011 me tocó cubrir un “accidente” en una esquina que parece una casa, pero está en la misma cuadra de todos los cabarets. Una chica paraguaya se había caído por la ventana de un primer piso, en medio de la noche. Su nombre no circuló, no figuraba en el parte, no lo dijo nadie. “Se le cayó el celular y se le fue el cuerpo para adelante cuando lo quiso atajar”, me dijo el comisario, en su despacho. Lo miré fijo: “¿De qué trabaja la chica? ¿Por qué no quiere dar notas?” “Fue un accidente”, insistió. Los vecinos, sin embargo, corrían la versión de que intentaba escapar.
     Me pregunto cuántas casas así hay en Ingeniero White. Me pregunto qué habrá sido de esa chica. Cuántas chicas más así hay ahí. Me pregunto cómo una ciudad como Bahía Blanca podría producir alguna vez un periodismo que se pregunte por cosas como el negocio de la contaminación o la trata de personas: me lo pregunto después de haber trabajado en tres medios gráficos que no pudieron resistir en una ciudad en la que cuando se dice la palabra “diario” se usa el singular sin peligro de confusión.
      Doblando justo frente a la esquina en cuestión, y pasando al lado del Museo del Puerto (toda otra aventura que merece igual atención pero aquí nos excederíamos) se toma La niña. “Puente en condiciones precarias”, advierte un cartel, pero no parece haber más remedio que asumir el riesgo, puesto que otro puente no hay. Al fondo ya se recorta la vieja usina, su torre, y al lado otra chimenea roja y blanca que dispara humo.
        Lo que se ve desde arriba cuando se cruza el puente es tanto que es confuso, difícil de poner en palabras (el folleto del Ferrowhite, de hecho, viene con un plano en el que detalla qué corno hay ahí entre tanta cosa que hay, qué era antes y qué es ahora, qué está desguazado y qué sigue en pie, qué funciona, qué no). El punto más alto del puente queda sobre la playa ferroviaria: hay varios tendidos de rieles paralelos, y vagones de carga, grises y oblongos, enganchados. Como si un gigante estuviese jugando en otro lado y hubiese olvidado sus chiches por acá. Parecen esperar un turno viejísimo, pero están en actividad: eso se advierte cuando se ve, al lado y por contraste, una enorme zona de piezas abandonadas, lo que el desguace regurgitó y nadie sabe dónde meter. Gigantes pedazos de tren oxidados, con ese color feroz que se bambolea entre el rojo y el marrón tan característico de lo que nunca más será de provecho y ha recibido, exactamente, ese trato. Ese abandono no es trágico por sí mismo o por lo menos una no puede darse el lujo de leerlo así cuando se encuentra, después, con las historias de las personas que vieron a esos bichos completos y en funciones.
Cuando uno llega al Ferrowhite llega también a una de las poquísimas zonas en todo el puerto que ofrecen una vista (modesta, apenitas, ganada a fuerza de resistencia, porque querían rellenarla) al mar. Antes, ahí, estaba la rambla de Arrieta: hubo, aunque parezca imposible ahora, un balneario. Las industrias fueron copando toda la costa y lo que ahora se ve de mar desde la Casa del espía –un café que es parte del predio, construido en el mismo estilo que la usina, con los mismos materiales y diseño, donde se han filmado películas y publicidades– ya no es apto para recibir bañistas.

                                                 *

      Entro y está sonando el bolero de Ravel: el lugar que ocupa el Ferrowhite antes fue el taller de mantenimiento de los trenes, y los techos de ese galpón enorme son altos, altísimos. Entonces, la música llega como en una iglesia, reverberando en esa zona vacía que hay entre la altura de los que andamos y las cosas y el límite efectivo con lo que ahora ya empieza a ser la noche, afuera. El museo conserva en el piso las marcas del taller de mantenimiento, un almacén, y está cruzado al medio por las vías. Se pueden ver las dos víboras de hierro saliendo por debajo de sus paredes, raíces expuestas cruzando la playa de pasto y llegando hasta la usina, esa construcción desorbitada que fuera declarada Monumento Histórico y Patrimonio Arquitectónico Nacional. Florentino me explicará que eso es porque había que cargar cosas pesadísimas de un lugar al otro, que no había otro modo de llevar si no era con el tren. “San Atilio, salvad al castillo”, se lee en la pared, y en una silueta grande de una escafandra sobre la inscripción. Atilio era un trabajador de la usina: y es que en el Ferrowhite un trabajador es un héroe y un artista. Un hacedor que produce mundos (o posibilidades de mundo): “Un museo taller genera herramientas. Útiles para ampliar nuestra comprensión del presente y, por tanto, nuestra perspectiva de futuro”.
       El Ferrowhite guarda más de 5000 piezas del ferrocarril y el puerto “escamoteadas por un grupo de ferroviarios durante las privatizaciones de la década del noventa”. Pero cómo se hizo el museo es algo que se comprende, recién, cuando uno se pone en diálogo con las personas que deambulan allí. O bailan, pero lo hacen de modo imperceptible. Sí, creo que más ajustado es decir que esas personas están bailando, en ronda, alrededor de algo que consigue sus bordes solo con ellos ahí. Podríamos preguntarnos si el museo será el mismo sin estos hombres dentro, voces y cuerpos como entre fantasmas tangibles: bielas, cajas, bancos, morsas, ruedas, tornos, mesas de trabajo, motores, frenos. Y todo enorme, grandísimo. Partes de cosas que son cosas, también, por sí solas, pero que remiten a lo que fueron (hay fotografías que muestran a las partes de las cosas, ahora cosas, en sistema con otras partes de cosas para conformar a las cosas y hacerlas funcionar). Perec podría haber escrito este lugar mucho mejor que cualquiera.
     El primer sistema de objetos ante el que me detengo es una mesa de trabajo con una caja de metal vieja en el centro de una reunión de tuercas, pinzas y tenazas. Un hombre de unos setenta y largos, quizás ochenta, con una remera corta sobre una de manga larga, se me acerca, encapuchado con un gorro de lana celeste con vivos rojos. Es tremendamente vital y habla, como Florentino, sin parar. La temperatura de sus ojos se beneficia con el marco del gorro: son dos ojos en los que podrían navegar barquitos de papel hasta triturarse e irse al fondo del fondo. “Este era mío. Yo lo traje”, me dice. Giro y ya lo tengo encima, señalándolo todo como si con eso lo hiciera existir solamente para mí. “Cuando se dieselizó el ferrocarril, en el año 59, mandaron 100 cajones de Buenos Aires para los mecánicos, esto es para la parte mecánica, después los eléctricos más chicos, así que este cajón tiene 55 años. Tuvo varios herederos, y cuántas pinturas, cuántos cosos, pero ¡mire qué cajón!, ¡55 años, che!”, y golpea cuatro veces con la mano, la chapa recibe el golpe y responde con un sonido de lata que se encuentra con Ravel en el aire, “sobrevivió y me lo traje para acá”.
     “La máquina de vapor era un laburo pesado, quedabas todo descangallado en la cintura, eran todos laburos pesados, ¡mirá qué herramientas! Era todo laburo bruto”, dice, y me hace seguirlo hacia otro lado. Ni se me ocurre negarme. “Estas son las originales, acá metías el caño y hacías fuerza, de a cuatro, hernias de disco, las piernas, no había montacargas, hacías fuerza, todo a base de fuerza humana, por eso a los cuarenta y pico ya te sacaban del trabajo de la máquina. Ya con la diesel se humanizó más. Te quemabas con los caños de bronce, viste, era laburo, pero ¡teníamos ferrocarril! Ahora no tenemos nada. Y tenía un laburo solo la gente. Yo a la tarde salía del laburo y me iba para el club, a Comercial, a la comisión de fiestas. Ahora salen del trabajo y van a buscar otro trabajo y van a la noche a buscar otro trabajo, por eso está el stress, están los psicólogos y están todas las crías de la vida moderna. Antes no había psicólogos La vez pasada vino una convención de psicólogos, acá. ¡A mí qué psicóloga ni psicólogo! En tiempo mío mi vieja me daba un zapatillazo y se terminaba. Vos venías a las seis de la tarde, te tomabas unos mates y te ibas a hacer la quinta, o las gallinas, y después a jugar al boliche a las cartas. A la noche a comer, a escuchar la radio, los Pérez García, y a las diez y media a dormir. Ahora es imposible, yo antes a las diez terminaba de comer, ponía el velador, me leía el diario, apagaba la luz y diez y media estaba durmiendo. Toda la gente se iba a dormir”, continúa. Y recién entonces puedo preguntarle cómo entró a trabajar y me dice que de peón. “Sobreviví a todos los gobiernos: militares, políticos, civil, peronistas y radicales, toda la cría, y todavía estoy acá, contemplando el panorama, en el museo, ahora pertenezco al museo, ahora estamos acá, observo y miro y me callo la boca”.
     “Era otro mundo, viejo. Es la evolución de la humanidad, lo nuestro fue otro mundo. Nosotros antes llamábamos por teléfono y estaba la telefonista, ahora apretás un coso y hablás a Alemania, en tiempo nuestro para llamar a Buenos Aires había que esperar tres días, te agarraba un coso en el corazón y ¡adiós Pampa mía! Ahora es otro mundo”, insiste Pedro. “Había como diez tornos acá, este era el taller de la usina”, explica mientras avanza. “Estaba el tornero, el sopletero, el plomero, el soldador, había como treinta oficios con la máquina de vapor”. Pedro entró en el 2006 y trajo todas sus herramientas: todo el museo está hecho con aportes de hombres como él y, de hecho, en la folletería se deja un teléfono al que se puede comunicar quien haya trabajado en el ferrocarril, la usina o el puerto o tiene familiares que lo hicieron.
     Como es tarde, Florentino entra y se nos reúne. Quedamos pocos en el museo y temo estar reteniéndolos, porque es la hora de cierre. Sin embargo siguen hablando, como locomotoras increíbles hacia delante. Se nos suma Roberto, que fue marino, y narra cómo un morocho enamoraba a todas las tripulantes enseñándoles a usar el timón, cómo conoció el mundo trabajando en alta mar. Quedamos reunidos frente a una balsa enorme hecha con botellas de plástico que Roberto tripuló en su viaje de bautismo. La prefectura, al verlos pasar, les prohibió seguir navegando en ese portento. “La balsa flota, eh, se fueron de Galván a White… Después se armó lío con la prefectura, lo vio el prefecto, lo vio… Porque no podés navegar con esto. Bueno, pero nos dimos el gusto de andar. Se llama El arca obrera, mirá, viene con un instructivo”, dice Pedro.
       Es una denuncia a la contaminación, una maniobra irónica descollante, una protesta: no se puede leer de otro modo. “Agarrás, vos, después fabricás una y te mandás a mudar. Tiene todo su significado eso. ¡Estuvo en el Centro Recoleta esta balsa, eh!”
      “¿Te imaginás al Prefecto tomando un matecito, cuando nos ve pasar? ¡Ah, andá que hay unos locos ahí, sin permiso. Se armó la podrida”, interviene Roberto. “Estamos todos medio rayados en este museo”, me dice. Y Pedro agrega: “Lo más cómico pasó a los días: entran dos señoras al museo y yo les conté y les dije nah, es que había un prefecto mal arriado, y me dice la señora: Tiene razón, es mi marido, es un mal arriado”. Se ríen como chicos y cuando se ríen se convierten en seres hermosísimos. ¿Cuántas veces se escucharon las historias entre sí? Y se escuchan entre ellos como si todo acabara de sucederles.
    El museo ya está cerrado. A lo lejos titilan, azules, no los astros –difícil ver las estrellas desde White con el empañado humeante– sino las luces de los barcos. “La pasamos bien. Yo me jubilé: vengo acá y revivo”, dice Pedro, mientras nos despedimos.
     El Ferrowhite, pienso mientras cruzo de vuelta el puente, es como la Mona Lisa. Tiene ese gesto que uno está tentado a creer que es una sonrisa pero en realidad es algo mucho más complejo, mucho menos alegre y mucho más inasible.
      Y mucho, pero mucho más valiente.
                                                               

                                                   Valeria Tentoni