Una noche de estreno con Radagast:
la risa como implosión de la desgracia, el absurdo como puerta de escape y la
importancia secreta de la luz roja para un samurái a quien todos insisten en
llamar mago.
Valeria Tentoni
–Agustín, está un señor
Palottini, dice que…
–Ah, sí, sí. Que pase.
Faltan dos horas, todavía, para que den sala y Agustín
Aristarán, a quien nadie llama Agustín, en realidad, salvo el chico nuevo del
teatro que todavía no lo conoce (porque si lo conociera lo llamaría “Mago”,
como lo llaman todos desde su adolescencia, o “Rada”, por Radagast, el
personaje que lo acompaña desde que comenzó a hacer esto que él, dice, no es
magia sino humor), cruza el pasillo de la sala para recibir al señor Palottini,
y lo hace como un Moisés entre las aguas partidas de las doscientas sillas
metálicas plegables que, minutos antes, estaban cerradas contra las paredes en
pilas de diez, esperando por el trabajo de ese mismo chico que lo llama por el
nombre que le dieron sus papás pero con el que nadie, o casi nadie, se le
dirige.
Radagast extiende su mano derecha, que es recibida y sacudida
por la mano derecha del señor Palottini, camarógrafo que llega a hacer una
nota. Ya se conocen o, en realidad, mejor decir que al Mago todos lo conocen en
Bahía Blanca, donde nació. Acá empezó a trabajar haciendo malabares, a los
doce, en plazas y esquinas. Aunque, recuerda, la primera vez que actuó en
público fue a los seis, como presentador de una Baby Jazz Band en la que
también tocaba la batería. Pasó a espectáculos callejeros un poco más armados y
después a animar fiestas de quince, casamientos, reuniones empresariales; todo
eso que se señala como “eventos”. Una época en la que decía a todo que sí y,
por eso, no sorprende que encuentre en uno de esos días al peor show de su
vida, cuando recibió cubitos de hielo sacudidos desde la mesa de unos tipos con
la corbata en la cabeza, absolutamente pasados de merca. “Pero, bueno, me
sirvió para aprender. Todo eso hace que uno tenga experiencia y sepa cómo salir
de situaciones complicadas”.
Después Radagast se fue, como todo aquel que por estas tierras
intenta convertirse en alguien parecido al que desearía ser, a formarse y
trabajar a Buenos Aires. Pero siempre volvió a su ciudad natal para estrenar.
“Es mi casa”, dice. “Estreno en Bahía Blanca porque es mi lugar, me siento
seguro aunque tenga miedo. Sé que la gente, de alguna forma, va a responder. Y
si no viene la gente común, va a venir mi familia. No me gusta, igual, cuando
son todos conocidos. De hecho, a mis familiares no los dejo nunca sentarse muy
adelante. Ellos me conocen, yo no les puedo vender mi cuento. Mis tías me
cambiaron los pañales, ¿cómo les miento a ellas? No les puedo mentir”, explica.
“Porque estoy mintiendo, todo el tiempo, en el escenario. Miento para contar mi
verdad, pero estoy mintiendo”.
Y aunque no le haría falta ese temor a la sala vacía (sus
espectáculos siempre se agotan), igual está nervioso. “Lo que pasa es que tengo
cagazo con los espectáculos nuevos. Con lo otro ya no. Es mi vida, nunca hice
otra cosa. Me agarran nervios sí cuando veo que hay cosas un poco adversas que no
sé si podré manejar; un grupo de borrachos, que el sonido no ande bien. Procuro
que eso no suceda: si el sonido es malo no actúo, tampoco salgo a las tres de
la mañana, por ejemplo, para que la gente no esté muy en pedo”. Pero no se le
nota. Palottini, por lo menos, no parece darse cuenta de que está un poco
alterado. Ni el notero que lo acompaña, un chico con Síndrome de Down. Los tres
se ponen de acuerdo en cómo resolver la nota antes de que tenga que volver a
ocuparse del video, del sonido, de las luces. “Recién venimos de hacerle una
nota a Dady Brieva”, le explican. “¿Está Dady Brieva, hoy?”, pregunta, y ahí sí
se le nota. Y es curioso, parece que no le hubieran avisado minutos antes que
se vendieron todas las entradas del día y que hubo que agregar fecha para el
siguiente. “Sí, pero la gente no sabe. Sabe de esto”, responde el camarógrafo.
“En cinco lo hacemos”, insiste Palottini, que parece que tendría que haber
estado ahí antes, quizás antes de ir a lo de Brieva.
El Mago no se queja. Sonríe. Pica hasta el camarín y vuelve con
un truco en el bolsillo. Lo tuvo que ir a buscar porque nunca anda con trucos
encima: “Detesto al mago que hace magia todo el tiempo. Bah, detesto al mago
tipo”, dirá después. Los magos, en cambio, a él lo adoran. Quizás porque es el
único que les ofrece advertencias como esas. Da workshops y clínicas en todo
Latinoamérica. “Yo les digo: loco, no molesten a la gente. La magia molesta si
no te la piden, si no tienen deseo de verla. Y, si te piden, hace un truco. Uno
solo. Yo igual no hago casi nunca, aunque me pidan”. Solo si está de ánimo,
porque es su trabajo: nadie le pediría a un podólogo que le lime los callos en
medio de un almuerzo.
Antes de encender el flash de esa cámara
obsoleta para cualquier estudio de televisión de Buenos Aires, el mamotreto que
Palottini carga al hombro como una bazooka, el Mago le pregunta al notero cómo
va el programa. “Vamos a ganar un Martín Fierro en cualquier momento”, le
responde. “¿En serio?”, retruca. “Sí, está nominado de verdad”, le sopla
Palottini, que seguirá soplando preguntas y respuestas durante toda la
entrevista. “Ahora sí, dale”, arenga al notero.
–¿Sos actor?
–No, no soy actor
recibido… No soy actor. Actúo.
–Te vi en Tinelli,
decile –le dice Palottini al notero que le diga al Mago.
–Estás en Tinelli, te
vi.
–Me viste haciendo
sánguches. ¿Te gustó?
–Sí.
–Decile:
“Así que triunfaste en Buenos Aires…” –le pide Palottini al notero que le
pregunte al Mago. Cada vez que le habla asoma su cabeza por el costado del
flash y se le ilumina media cara.
–Así que
estás en Buenos Aires…
–No, preguntale de
nuevo: “Así que triunfaste en Buenos Aires…”
Después de un rato de esa nota triangulada, finalmente llega el
truco. “Hago humor y magia. Así como lo escuchaste”, le dice antes, y le
propone: “¿Te muestro?” Saca la pelotita del bolsillo. La hace aparecer en una
mano, después en otra, después desaparecer. Y, para dar por terminado el aunto,
grita: “¡RA-DA-GAST!”. Siempre, en algún punto de las rutinas, grita su nombre
artístico con la misma fuerza de quien sacude una alfombra en la ventana para
que se le vaya el polvo. “RA-DA-GAST”, separa en sílabas, a cámara, los ojos
eyectados de sus cuencas, la boca desencajada.
–Bueno, decile muchas
gracias.
–Muchas gracias.
–No, gracias a vos.
Antes de irse, Palottini sigue preguntando, pero con la cámara
apagada. “Yo estoy contratado y hago lo que me dicen que tengo que hacer”,
explica el Mago. Podría estar diciendo también: “Es la vez número quinientos
que me rompen las pelotas con lo de Tinelli desde que estoy yendo a hacer la
publicidad de Subway”, pero no. Es amable, escucha y atiende como si no fuera
la vez número quinientos que le rompen las pelotas con lo de Showmatch, donde
hace apariciones de apenas un minuto, en el personaje de un vendedor de comida
al paso. Consiguió ese trabajo en una fiesta privada en Buenos Aires, donde
estaba haciendo a Radagast. Lo fueron a buscar: “Te queremos para la publicidad
en la tele”. Tuvo que pasar, igual, un casting en Ideas del Sur. “Nadie entra
ahí sin pasar por esos castings”, explica.
“Qué se yo, me lo dicen de buena onda. Pero ¿qué es pegarla? Yo
estoy ahí porque es un laburo y porque me pagan bien. Una vez, un amigo me
dijo: tenés que pensar en las tres P, prestigio, popularidad o plata. Fijate
qué te da cada trabajo y qué queres en ese momento. La plata es muy buena y ya
está, lo hice por eso. Yo no estoy esperando la oportunidad de que el “Maestro
Tinelli” me señale y me toque. ¿Para qué, para convertirme en el Mago Black?
¿En Xipolitakis? No deja de resultarme muy loco ver ese mundo, es alucinante.
Pero ya está. Es un zoológico. No me interesa pertenecer a eso. Sí me interesa
utilizarlo como una herramienta para hacerme más conocido para que me pase esto
que me pasa hoy: entradas agotadas. Me gustaría ser mas popular para vivir de
teatro en teatro y dejar los eventos. No me quejo de los eventos, son los que
me dan de comer. Pero a mí me gustaría estar en sala todo el tiempo”, explica.
En el exterior sí le pasa: Colombia, México, Venezuela, Perú, cruceros. “Es que
en Argentina no hay mucho circuito de magia”, sabe.
–Pero
jugátela, vos: si la llegás a pegar con Tinelli… –insiste Palottini, juntando
sus manos sobre su cabeza como un yogui saludando al sol.
–Ya va a
llegar –devuelve, con la elegancia de quien coincide para despachar.
–No podés
dejar pasar esta oportunidad.
–Ya va a
llegar. Todo llega.
Mientras
terminan la nota, entra su asistente a la sala. “Cuarenta mangos el silbato”,
le dice. Se habían olvidado el que tenían y tuvo que recorrer toda la ciudad
para encontrar uno a esa hora.
Comienzan a probar sonido. El dueño de la sala se balancea en lo
alto mientras intenta acomodar el proyector que disparará un clip al principio
en el que se presentan todos los personajes: Radagast, pero también su representante,
un garca de escritorio con habano y saco dorado, y Sarrasqueta (una vieja
creación que no retoma desde hace años y hoy vuelve a personificar). El Mago se
ubica en el centro del escenario. Parece haber hecho esto miles de veces: nada
lo aturde, su cuerpo sabe lo que hace antes de que él se entere. “Mi nombre es
Sarrasqueta. Soy mentalista y sé exactamente lo que están pensando en este
momento. Están pensando que mis papás son primos, ¿no?”, dice probando el
micrófono. Y después: “Bajale la ganancia al mínimo”.
Empieza a sonar una pista. Es el tema de Chiquititas, “Corazón
con agujeritos”, pero en versión tango. Una no se da cuenta sino hasta pasados
los primeros treinta segundos de Radagast cantándolo, ahora vestido con un jean
y una camisa pero, en el show, con una bata de seda fulgurante. Mientras lo
ensaya chequea los mails que le entraron al celular, los mensajes de WhatsApp.
Puede darse ese lujo sin desafinar ni una vez. Su mirada está perdida en la
diminuta pantalla mientras su boca con
cada dolooooor, se muere mááás. “Pica mucho ahí, ¿no?”, pregunta, mirando
hacia el control.
Lo que sigue es organizar la iluminación: pedirá una luz roja de
seguimiento, solo un círculo de luz roja, cuando haga “lo del samurái”. El
chico desde el control levantará el pulgar a la distancia, le dirá que sí, que
se quede tranquilo, y le mostrará cómo sabe muy bien cuál es la luz roja de
seguimiento para su samurái. Pero, en vivo, le devolverá luz blanca. Y el Mago
seguirá como si nada aunque ahora, viéndolo dar la indicación precisa, una se
imagina que para él sí que es importante que sea roja y no blanca la puta luz
que está pidiendo mientras grita “¡Samurááááái!” en medio de una secuencia de
trucos con unos abanicos orientales que terminará con un aplauso desenfrenado,
como todos los que le arranca al público.
De ahí pasa a organizar unas campanitas de colores que se
colgará en las muñecas, en los tobillos, en la boca y en el cierre del
pantalón, para hacer sonar Oh Susana.
Son campanitas musicales, cada una responde a una nota. Si se le pregunta
cuenta: “Vi un show, hace como siete años, que las tenía. Me volví loco hasta
que las conseguí, pero no había por ningún lado. Las primeras que encontré eran
de plástico. Las compré igual, claro. Y seguí comprando en todo el mundo: en
cada lugar al que voy pido, y si encuentro las llevo. Estas son las francesas,
las que más uso, las mejores”. El chico del control sigue haciendo zigzaguear
su porcentaje de efectividad. El Mago está en la tarima, listo, con todas las
campanitas en su lugar. Sale la pista por los parlantes, pero está a oscuras.
No le importa: Comienza a moverse: se agita, malabarista del sonido, haciendo
golpear cada campana la nota que hace falta. Ti ru rún tin tun ti ru ru, ti ru
rún tin tun ti ruu, ti ru run tin tun ti ru ru, ti ru rún tin tun ti ruuuu.
Mentalmente, todos completamos: “ohhh-suuuu-sanaaaaa”, mientras él se agita con
la melodía. “Es más difícil que envolver un triciclo”, dice después, y el que
está bajando de acomodar el video se empieza a reír.
Queda poco más de media hora para dar sala. El Mago se va al
camarín. Se sienta a tomar Coca-Cola frente a un perchero donde se reparten el
espacio un mameluco naranja para su primer personaje, unos zapatos de payaso
mayúsculos, una galera, una gorra y un traje de baño elástico que usará para un
truco con cartas, un aro y una colchoneta. Su caja de magia ya está abierta y
preparada al lado del escenario. Tiene palabras escritas por dentro de modo tal
que solo sean visibles para Radagast, pero no para el público. Se lee: “JAJAJA”
por todos lados. Hay nombres de familiares, de mascotas. “Son palabras que me
puse para darme...” y no completa sin que lo interrumpan preguntándole por el
ukelele o por la pista o por cualquier cosa. Nada de lo que vaya a ocurrir en
las próximas horas está fuera del control esmerado y detallista de
Agustín.
“Japarapapapapepo” llama la atención: “Fue mi primera palabra
mágica. Mi recuerdo de gran tentación con Alfredo Casero, que la tiró en un
lugar súper absurdo y me quedó. Y entonces usaba eso”. Además del padre de Cha
Cha Chá, programa que empezó a mirar porque su hermano lo ubicó en el
televisor, dice que tiene por referentes a los Monthy Python y a Rowan
Atkinson, cuyo personaje más conocido es Mr. Bean. El humor absurdo es lo que
más le atrae y a lo que aspira: algo que empezó a cocinarse para él desde la
infancia, inclusive antes de encontrarlo en los sketchs del trío maestro que se
completaba con Alberti y Capusotto. “En mi casa todo se resolvió con humor”,
explicará. Sarrasqueta, por caso, es un personaje que tiene que ver también con
eso.
“La magia no es una gran pasión que tengo. Es una gran
herramienta que quiero mucho, pero a mí me gusta hacer reír. Yo me voy contento
cuando la gente se ríe, no cuando se sorprende”, dice. La magia, parecería, le
supo dar más trabajo. “No, la magia me dio un título. Me dio el título de mago.
Pero la gente nunca me contrató por mi magia: nunca me contrataron porque
sorprendo. Me contrataron porque hago reír”. Está seguro. Cuando sale de
Argentina no tiene demasiados problemas, por otra parte: “Mi humor no es muy
local. Me di cuenta con el tiempo, y además lo intento universalizar yo. No
hago chistes de actualidad, no hago chistes políticos, no hago humor con
modismos de acá, uso pocos juegos de palabras, que son muy locales. Mi humor no
tiene eso”.
La palabra mágica más grande de su caja es “Bianca”. Así se
llama su hija, de ocho años. La tuvo a los veintidós. “La primera vez que se
subió al escenario conmigo tenía dos, fue en Villa Gessel. Ella me dijo que
quería bailar una canción, pero que la quería bailar sola. ‘Vos me presentás y
yo bailo’, me pidió. Y bailó La vecinita
tiene antojo, un reggaetón, con un tutú de danza clásica rosa”, cuenta.
Hoy, que es viernes, Bianca también actuó. Pero en La Plata, donde viven. Y en
la escuela, por el acto del 25 de mayo. “Salimos del acto de ella y vinimos en
auto para acá. Bailó el pericón. Estoy medio limado de cansancio, pero la
adrenalina te acomoda”, explica.
Un viaje en auto entre estas dos ciudades lleva,
aproximadamente, unas nueve horas de ruta. Pero Radagast, dice, se activa desde
que pisa el escenario. “Yo, antes de salir a escena, no tengo idea de qué voy a
decir”. Lo que sí sabe es a qué va, y
qué no se perdona ahí arriba: “Si me doy cuenta de que alguno está descubriendo
la mentira, trabajo para él. Para que me crea. Puede haber diez mil personas,
pero si uno solo no me está comprando me vuelvo loco. Es el maldito ego del
artista, de querer que a todo el mundo le guste”. No es un riesgo que no esté
dispuesto a correr: “Es el mejor trabajo del mundo. Encima me aplauden y me
pagan, viajo por el mundo, no lo puedo creer”, dice.
–¿Te
imaginabas esto cuando empezaste?
–Y, empecé
a los doce. Bah, me empezaron a pagar por esto a los doce. Yo sabía lo que
quería. Y lo busqué. Todo el tiempo lo busco.
–¿Y en qué
te gastabas la plata cuando tenías doce años?
–En
zapatillas. A mi hermano le compraban zapatillas caras porque era muy patón, es
muy alto, y a mí no. No tenían plata para comprarme zapatillas así. Me
compraban las Topper de lona. A mi hermano unas zapatillas re copadas, de
basquetbolista. Así que la primera guita que gané me empecé a comprar
zapatillas. Y trucos de magia.
–¿Te
acordás de las primeras zapatillas que te compraste?
–Unas Pumas
azules, con unas tiras. Salían un huevo. Mi vieja me decía “¡Cómo vas a gastar
esa guita en zapatillas!” –dice. Sus botinetas de cuero marrón, impecables y
exquisitas, brillan mientras tanto en sus pies como si aullaran: “¡Somos
carísimas!”, y sacaran la lengüeta.
–Bueno,
Radagast es un personaje con zapatos muy muy grandes –respondo, y señalo el par
rojo y negro que debe medir unas cuatro o cinco veces de largo y ancho lo que
uno común.
–Radagast es la mejor
versión mía. Es lo que yo quisiera ser todo el tiempo.
–¿Todo el tiempo?
–Y, o sea…
Radagast no tiene mucho filtro. Habla y dice lo que quiere, porque él es el
dueño de su universo. Nadie le puede decir cómo es: si es de él y está solo.
Los personajes que te acompañan toda la vida, como este payaso que tengo yo,
que lo considero más un payaso que un mago, son un poco la mejor versión de
uno. Yo no voy por la calle diciendo las cosas que dice Radagast: sería un
insano, un loco de mierda.
Sin embargo y por ejemplo Radagast, de chico, iba a la escuela
en monociclo. Siempre fue, siempre ha sido un gran ridículo. Es capaz de salir
a pasear en rollers por La Plata marcha atrás como una cruza entre Michael
Jackson y Félix Baumgartner. “De chico jugué mucho. Mucho. Solo, con amigos. Me
inventaba mundos. Puedo decir que lo sigo haciendo, porque ahora tengo una nena
y jugamos un montón”, explica. “¿A qué juegan con Bianca?”, le pregunto.
“Hacemos como personajes”. Hay dos figuras, “un gallego y un francés medio
malo”, que sólo hace existir para ella. “Y a veces a mí me posee el demonio y
Bianca me lo tiene que sacar, tiene que hacer unos rezos para que se vaya: me
puede pasar en cualquier momento, ella sabe lo que tiene que hacer, unos
conjuros especiales. Una vez estabamos jugando en casa, sin darme cuenta que
había otras nenas, sus amiguitas, que no entendían nuestro código. Yo entré a
poseerme y se asustaron, hubo que decirles que era un chiste. Bianca gritaba
‘¡Fuera demonio del cuerpo de mi padre, fuera demonio del cuerpo de mi padre!’,
y no entendían nada”. En el colegio, cada dos por tres, al Mago le piden que
haga magia. Él dice que solo hace magia si ella lo autoriza. Les responde eso a
los directivos en sus oficinas y los tipos se lo quedan mirando como si
estuviese por rematar con una risa para dejar en claro que está bromeando. Pero
no pasa eso: “Si mi hija me dice que no, yo no voy: si me lo pide mi hija, voy.
Es su espacio, yo no quiero ir a ocupar un lugar de centro si ella no lo desea,
porque no quiero que pase un momento vergonzoso. Para mí, lo único que tienen
que hacer los padres es darle confianza a sus hijos”, dice. Y asegura que eso
fue lo que aprendió de la experiencia con los suyos que, cuenta, nunca dejaron
de creer en él.
Sus papás, que ya forman parte de esa serpiente en pausa que es
el público en la entrada. Radagast revisa su caja de trucos: dice que ahí tiene
sus “juguetes”. Chequea que todo esté en su lugar: las cartas, la sal con la
que ejecutará una de sus rutinas más delirantes, el vestuario. “Yo no soy buen
mago. Tengo fundamentos para decir por qué no soy buen mago. Eso también hizo
que tuviera que buscar por otros lados. No me considero mago: sé hacer trucos y
tengo la capacidad de poder meterlos en un espectáculo de entretenimiento, pero
la magia es una herramienta, nada más”.
–¿Y el
humor?
–El motor.
–¿Y cómo se
aprende?
–No se
aprende, se vivencia. Es fundamental, para mí, la risa. A un mundo sin risa lo
imagino como a un mundo muerto. Pero ojo que para mí la risa es un remedio a la
desgracia: la risa no es felicidad. Pienso en los Augustos, en los primeros
payasos; los borrachos, era eso, eran los borrachos del pueblo, las personas de
las que la gente se reía. Y después aparecieron los que tenían la habilidad de
imitarlos y así nacieron, con un tipo de estupidez premeditada. Y la gente se
reía de ellos.
–Leí el
otro día que las cosquillas no tienen ningún otro sentido más allá de generar
entre dos personas lazos de confianza. Que no tienen sentido biológico sino
eso. Y que la risa de las cosquillas es una respuesta de pánico.
–Es que sí,
es diabólico. Vos mirás a una persona reírse y es una cuestión diabólica: la
cara se transforma, inclusive. El asunto es: mirá lo que te está pasando y yo
me estoy riendo de vos. Pero es maravillosa.
Como cuando con las campanitas, mi cabeza también completa
mentalmente el tarareo, y canta Fito Páez: “Y hay mucha rabia suelta y
angustia, nena. / Y hay mucha, mucha desesperación”.
Salgo y me uno a la fila, quiero buscarme una de esas sillas
plateadas, mirarlo todo como si no hubiese visto las entrañas de la maquinaria
recién nomás. No voy a lograrlo, por eso lo que sigue ya no puedo escribirlo.
Distingo a Bianca. Está sentada entre el público. Cuando todo haya terminado,
jugará en el escenario vacío a las escondidas con la hija del sonidista
mientras lo espera. Me dan ganas de pedirle que a mí también me saque el diablo
del corazón.
Me pareció excelente, mis felicitaciones para Valeria. Destacadas la escena de la entrevista televisiva y la prueba de sonido e iluminación. Muy buena.
ResponderEliminarEs una muy buena historia y como siempre muy bien contada. Me encanta esa sensación de misterio y curiosidad que genera.
ResponderEliminarEsto me encató. Me hizo reir y también angustiarme. "Bianca gritaba ‘¡Fuera demonio del cuerpo de mi padre, fuera demonio del cuerpo de mi padre!’, y no entendían nada”. Me tocó parar de leer para poder reirme. Valería es mágica. Muy buen trabajo.
ResponderEliminarEsta es una historia entretenida que deja al descubierto lo que hay detrás del espectáculo.
ResponderEliminarTambién destaco la escena de la luz roja, porque muestra la importancia de elementos que pueden pasar desapercibidos, pero son determinantes al momento de comunicar algo.
Es una crónica que atrapa y que da gusto leer.
Me gusta mucho cómo incluye las otras voces y la del mago. Muy lindo trabajo. El diálogo del "ya va a llegar" da mucha información sobre el personaje. Paciente, muy poco escandaloso. Alejado de la búsqueda de fama per se. Interesado en la calidad de su trabajo. Es un perfil muy lindo. Esta frase de que no hay lugar para la magia en Argentina es muy fuerte y en lugar de poner un verbo como "decir" o "afirmar", Valeria elige el verbo "saber". Eso supone un acuerdo implícito con el mago. Y esa contundencia me gusta. Me parece una crítica muy fuerte que no nos debe pasar desapercibida.
ResponderEliminarYael
Excelente, Valeria. Me encantó. Me tuviste atrapada todo el rato. Tuve la oportunidad de conocer a Radagast en un teatro en Venezuela, porque se presentaba junto a otros magos, amigos de amigos, y verlo actuar. La verdad es que es todo un personaje. Sin embargo, ese lado tan personal nunca lo llegué a conocer. Me alegra que hayas hecho esta crónica y que yo la haya leído. Como siempre, una genia con las palabras.
ResponderEliminar¡Pero qué linda coincidencia!
EliminarPrimero debo resaltar que lo que más me gustó de esta crónica, fue el título, fascinante, por otro lado, pues es Val, la chica que siempre con esa aura de poeta, escribe más que bien. Me gusta que siempre tienes la capacidad de ser muy detallada, de lograr descripciones al punto que permites imaginarnos las escenas con realismo.
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