domingo, 22 de junio de 2014

Una locomotora es la fucking Gioconda



“Vamos a hacer Yo quiero ver un tren: ustedes saben que es un tema que se sitúa en el futuro, y habla de que estalló una guerra con unas bombas neutrónicas que arrasaron todas las ciudades. Entonces, obviamente, ver un tren es como ir al Louvre, porque no quedó nada (…) La locomotora resistió, quiérase o no, y entonces quizás en el futuro quede así enterrada una locomotora y alguien la quiera ver, tenga la necesidad de verla, como si fuera, prácticamente la estatua de una virgen”, explica Luis Alberto Spinetta antes de cantar. Está en YouTube, hablando a través de la red y del tiempo desde un acústico de MTV en 1997. “Ahora el mundo no tiene ni agua. La mañana me encuentra sospechando en el aire (hiper ultra contaminado) caminando en la nada”. Pide palmas y arenga: “Llévenme a ver un tren, llévenme a ver un tren, oh yeah, llévenme a ver un tren, no los recuerdo, yo quiero ver un tren, yeah”. Después el Flaco loquea cantando sobre una base y termina con esa línea que ahora, en casa, frente a los folletos del museo taller Ferrowhite, me parece tan exacta como los nombres que, me entero, tienen los hombres con los que me pasé la tarde.
      “Pedro Caballero (mecánico del Galpón de Locomotoras de Ingeiero White), Roberto Orzali (marino mercante), Florentino Mazzone (trabajador de YPF) y Pedro Marto (estibador)”, se detalla con precisión al pie de una foto que muestra a estos cuatro hombres, jubilados, sus pelos blancos, sosteniendo enormes herramientas de cartón. Y sonriendo. Identifico rápidamente a los tres que sí conocí: Pedro, Roberto y Florentino.
    A poco de entrar al predio, el último es el primero que nos encontramos. Florentino acaba de despedir a un grupo de participantes de un taller de fotografía que había conseguido un permiso para entrar a hacer tomas en la vieja usina San Martín, desguazada en el 2000 después de proveer de electricidad a la ciudad de Bahía Blanca durante 56 años. Florentino se nos acerca hablando desde antes de alcanzarnos. Lo hace como si nos conociéramos de siempre o, mejor, como si ese hombre nunca dejara de hablar, no supiera cómo pulsar el silencio.
Y no debería reprochársele: lo que se cree, al principio, es el ruido del mar –porque sí, el mar está ahí aunque antes de él haya un alambrado con coronas de púa, y lo prueban los barcos, a lo lejos, con las luces encendiéndose en el atardecer, cuando parece que no hace falta pero hará falta dentro de tan poco que la luz es una posta a media entrega durante unos minutos de indecisión maravillosa– no es otra cosa que el trajín de los elevadores, detrás de la otra usina. La que sí funciona. Y en medio de esa mímica turbia del silencio, entonces, Florentino: una radio encendida que se dirige a unos y a otros, un faro disponible y alegre, alegre, alegre. Así también los demás, una vez dentro, se me aproximarían. Pero ¿cómo preguntar el nombre de alguien sin interrumpir la fe y la belleza cuando la conversación ya está tan avanzada, cuando nos hemos dicho cosas de esas que se confiesan con el atrevimiento de la intimidad intempestiva, cuando nos hemos mirado un poco y hemos reconocido en el otro algo de eso en lo que más tememos convertirnos, algo de eso en lo que más tememos no ir a convertirnos jamás?


                                                   *

Al Ferrowhite se llega, desde Bahía Blanca, por la Ruta Nacional Nº 3, camino al puerto de Ingeniero White. Se toma por el Puente Colón, se cruza el barrio inglés (donde vivían los gerentes del tren, mientras que la alcurnia ferroviaria se quedaba con Villa Harding Green), se dobla en el empedrado, se sigue, se cruza la vía y se sigue, se toma una rotonda. Ahí, la ruta. Y se sigue. Así hasta llegar a cien metros del parque industrial y ver los carteles que dicen “Ingeniero White”, después de lamentar un horizonte mordisqueado por chimeneas con lenguas de fuego y humo sucio que se traduce en un profundísimo olor a mierda que entra por las ventanillas. Los días nublados, las industrias aprovechan a disimular sus desperdicios: tenemos suerte, hoy estuvo despejado. Ya hubo escapes de cloro y de amoníaco, y el viento no pocas veces, milagrosamente, salvó a la Springfield argentina de un desastre, desviando hacia el mar los venenos. Las familias del puerto han observado cómo se desvalorizan sus inmuebles año tras año, entrampados en una zona industrial que colonizó sin más una zona urbana. Los pescadores artesanales del puerto han visto cómo las especies merman año tras año al punto de volver obsoleta su fuente de trabajo por causa de la contaminación. Pero, claro; las plantas, cuya instalación fuera rechazada en Europa, industrias que no producen ninguna mercancía de consumo directo como para justificar la pauta en medios de comunicación de sus productos, son, prácticamente, los únicos auspiciantes que posibilitan la supervivencia económica de diarios, radios, eventos culturales y televisión en la ciudad.
         Prácticamente todo el discurso de la región está financiado por las industrias del polo: carreras, pistas de salud, recitales, muestras, canales, revistas, obras de teatro. Hay una red antigua de relaciones institucionales (que incluye a la Municipalidad, a la Universidad Nacional del Sur y a la Universidad Tecnológica Nacional) que asegura un estado de resignación desinformado y un nivel de queja controlado, atomizado, incapaz de organizarse de modo suficiente, y dispersado por la intromisión milimétrica y precisa de la pauta industrial en la vida doméstica de los bahienses. Uno de los periodistas más conocidos de radio de la ciudad, mientras yo cubría mi primera nota y preguntaba por qué motivo el polo había financiado un mural en una de las paredes de la Tecnológica, me advirtió: “Si querés trabajar acá, eso que ves salir no es humo, nena: es vapor de agua”.
     Entonces, decía, para llegar al Ferrowhite, que está en la órbita del Instituto Cultural de la Municipalidad y en noviembre cumplirá diez años abierto, hay que pasar en medio de esa lengua de brea estirada entre baldíos y barrios obreros con la contaminación de fondo, atravesar un aire que se pegotea a la ropa, al pelo, a los pulmones. En el caso de un visitante, la respuesta será una ducha. En el caso de un vecino, probablemente, un cáncer: una de las causas de muerte más comunes en la zona, algo que nadie quiere publicar. Y esa pasarela no puede ser obviada porque denuncia, de algún modo, la misma desidia que denuncia el Ferrowhite.
        Después se toma el boulevard y se pasa frente a unas tres cuadras de cabarets de puerto. Se lee en carteles colgantes que llevan muchos años sin recambio: La sirena, El delfín, Champán, El nuevo tiburón, New Las Vegas, Burlesque. También hay prostitución, pero nadie quiere hablar de eso. En 2011 me tocó cubrir un “accidente” en una esquina que parece una casa, pero está en la misma cuadra de todos los cabarets. Una chica paraguaya se había caído por la ventana de un primer piso, en medio de la noche. Su nombre no circuló, no figuraba en el parte, no lo dijo nadie. “Se le cayó el celular y se le fue el cuerpo para adelante cuando lo quiso atajar”, me dijo el comisario, en su despacho. Lo miré fijo: “¿De qué trabaja la chica? ¿Por qué no quiere dar notas?” “Fue un accidente”, insistió. Los vecinos, sin embargo, corrían la versión de que intentaba escapar.
     Me pregunto cuántas casas así hay en Ingeniero White. Me pregunto qué habrá sido de esa chica. Cuántas chicas más así hay ahí. Me pregunto cómo una ciudad como Bahía Blanca podría producir alguna vez un periodismo que se pregunte por cosas como el negocio de la contaminación o la trata de personas: me lo pregunto después de haber trabajado en tres medios gráficos que no pudieron resistir en una ciudad en la que cuando se dice la palabra “diario” se usa el singular sin peligro de confusión.
      Doblando justo frente a la esquina en cuestión, y pasando al lado del Museo del Puerto (toda otra aventura que merece igual atención pero aquí nos excederíamos) se toma La niña. “Puente en condiciones precarias”, advierte un cartel, pero no parece haber más remedio que asumir el riesgo, puesto que otro puente no hay. Al fondo ya se recorta la vieja usina, su torre, y al lado otra chimenea roja y blanca que dispara humo.
        Lo que se ve desde arriba cuando se cruza el puente es tanto que es confuso, difícil de poner en palabras (el folleto del Ferrowhite, de hecho, viene con un plano en el que detalla qué corno hay ahí entre tanta cosa que hay, qué era antes y qué es ahora, qué está desguazado y qué sigue en pie, qué funciona, qué no). El punto más alto del puente queda sobre la playa ferroviaria: hay varios tendidos de rieles paralelos, y vagones de carga, grises y oblongos, enganchados. Como si un gigante estuviese jugando en otro lado y hubiese olvidado sus chiches por acá. Parecen esperar un turno viejísimo, pero están en actividad: eso se advierte cuando se ve, al lado y por contraste, una enorme zona de piezas abandonadas, lo que el desguace regurgitó y nadie sabe dónde meter. Gigantes pedazos de tren oxidados, con ese color feroz que se bambolea entre el rojo y el marrón tan característico de lo que nunca más será de provecho y ha recibido, exactamente, ese trato. Ese abandono no es trágico por sí mismo o por lo menos una no puede darse el lujo de leerlo así cuando se encuentra, después, con las historias de las personas que vieron a esos bichos completos y en funciones.
Cuando uno llega al Ferrowhite llega también a una de las poquísimas zonas en todo el puerto que ofrecen una vista (modesta, apenitas, ganada a fuerza de resistencia, porque querían rellenarla) al mar. Antes, ahí, estaba la rambla de Arrieta: hubo, aunque parezca imposible ahora, un balneario. Las industrias fueron copando toda la costa y lo que ahora se ve de mar desde la Casa del espía –un café que es parte del predio, construido en el mismo estilo que la usina, con los mismos materiales y diseño, donde se han filmado películas y publicidades– ya no es apto para recibir bañistas.

                                                 *

      Entro y está sonando el bolero de Ravel: el lugar que ocupa el Ferrowhite antes fue el taller de mantenimiento de los trenes, y los techos de ese galpón enorme son altos, altísimos. Entonces, la música llega como en una iglesia, reverberando en esa zona vacía que hay entre la altura de los que andamos y las cosas y el límite efectivo con lo que ahora ya empieza a ser la noche, afuera. El museo conserva en el piso las marcas del taller de mantenimiento, un almacén, y está cruzado al medio por las vías. Se pueden ver las dos víboras de hierro saliendo por debajo de sus paredes, raíces expuestas cruzando la playa de pasto y llegando hasta la usina, esa construcción desorbitada que fuera declarada Monumento Histórico y Patrimonio Arquitectónico Nacional. Florentino me explicará que eso es porque había que cargar cosas pesadísimas de un lugar al otro, que no había otro modo de llevar si no era con el tren. “San Atilio, salvad al castillo”, se lee en la pared, y en una silueta grande de una escafandra sobre la inscripción. Atilio era un trabajador de la usina: y es que en el Ferrowhite un trabajador es un héroe y un artista. Un hacedor que produce mundos (o posibilidades de mundo): “Un museo taller genera herramientas. Útiles para ampliar nuestra comprensión del presente y, por tanto, nuestra perspectiva de futuro”.
       El Ferrowhite guarda más de 5000 piezas del ferrocarril y el puerto “escamoteadas por un grupo de ferroviarios durante las privatizaciones de la década del noventa”. Pero cómo se hizo el museo es algo que se comprende, recién, cuando uno se pone en diálogo con las personas que deambulan allí. O bailan, pero lo hacen de modo imperceptible. Sí, creo que más ajustado es decir que esas personas están bailando, en ronda, alrededor de algo que consigue sus bordes solo con ellos ahí. Podríamos preguntarnos si el museo será el mismo sin estos hombres dentro, voces y cuerpos como entre fantasmas tangibles: bielas, cajas, bancos, morsas, ruedas, tornos, mesas de trabajo, motores, frenos. Y todo enorme, grandísimo. Partes de cosas que son cosas, también, por sí solas, pero que remiten a lo que fueron (hay fotografías que muestran a las partes de las cosas, ahora cosas, en sistema con otras partes de cosas para conformar a las cosas y hacerlas funcionar). Perec podría haber escrito este lugar mucho mejor que cualquiera.
     El primer sistema de objetos ante el que me detengo es una mesa de trabajo con una caja de metal vieja en el centro de una reunión de tuercas, pinzas y tenazas. Un hombre de unos setenta y largos, quizás ochenta, con una remera corta sobre una de manga larga, se me acerca, encapuchado con un gorro de lana celeste con vivos rojos. Es tremendamente vital y habla, como Florentino, sin parar. La temperatura de sus ojos se beneficia con el marco del gorro: son dos ojos en los que podrían navegar barquitos de papel hasta triturarse e irse al fondo del fondo. “Este era mío. Yo lo traje”, me dice. Giro y ya lo tengo encima, señalándolo todo como si con eso lo hiciera existir solamente para mí. “Cuando se dieselizó el ferrocarril, en el año 59, mandaron 100 cajones de Buenos Aires para los mecánicos, esto es para la parte mecánica, después los eléctricos más chicos, así que este cajón tiene 55 años. Tuvo varios herederos, y cuántas pinturas, cuántos cosos, pero ¡mire qué cajón!, ¡55 años, che!”, y golpea cuatro veces con la mano, la chapa recibe el golpe y responde con un sonido de lata que se encuentra con Ravel en el aire, “sobrevivió y me lo traje para acá”.
     “La máquina de vapor era un laburo pesado, quedabas todo descangallado en la cintura, eran todos laburos pesados, ¡mirá qué herramientas! Era todo laburo bruto”, dice, y me hace seguirlo hacia otro lado. Ni se me ocurre negarme. “Estas son las originales, acá metías el caño y hacías fuerza, de a cuatro, hernias de disco, las piernas, no había montacargas, hacías fuerza, todo a base de fuerza humana, por eso a los cuarenta y pico ya te sacaban del trabajo de la máquina. Ya con la diesel se humanizó más. Te quemabas con los caños de bronce, viste, era laburo, pero ¡teníamos ferrocarril! Ahora no tenemos nada. Y tenía un laburo solo la gente. Yo a la tarde salía del laburo y me iba para el club, a Comercial, a la comisión de fiestas. Ahora salen del trabajo y van a buscar otro trabajo y van a la noche a buscar otro trabajo, por eso está el stress, están los psicólogos y están todas las crías de la vida moderna. Antes no había psicólogos La vez pasada vino una convención de psicólogos, acá. ¡A mí qué psicóloga ni psicólogo! En tiempo mío mi vieja me daba un zapatillazo y se terminaba. Vos venías a las seis de la tarde, te tomabas unos mates y te ibas a hacer la quinta, o las gallinas, y después a jugar al boliche a las cartas. A la noche a comer, a escuchar la radio, los Pérez García, y a las diez y media a dormir. Ahora es imposible, yo antes a las diez terminaba de comer, ponía el velador, me leía el diario, apagaba la luz y diez y media estaba durmiendo. Toda la gente se iba a dormir”, continúa. Y recién entonces puedo preguntarle cómo entró a trabajar y me dice que de peón. “Sobreviví a todos los gobiernos: militares, políticos, civil, peronistas y radicales, toda la cría, y todavía estoy acá, contemplando el panorama, en el museo, ahora pertenezco al museo, ahora estamos acá, observo y miro y me callo la boca”.
     “Era otro mundo, viejo. Es la evolución de la humanidad, lo nuestro fue otro mundo. Nosotros antes llamábamos por teléfono y estaba la telefonista, ahora apretás un coso y hablás a Alemania, en tiempo nuestro para llamar a Buenos Aires había que esperar tres días, te agarraba un coso en el corazón y ¡adiós Pampa mía! Ahora es otro mundo”, insiste Pedro. “Había como diez tornos acá, este era el taller de la usina”, explica mientras avanza. “Estaba el tornero, el sopletero, el plomero, el soldador, había como treinta oficios con la máquina de vapor”. Pedro entró en el 2006 y trajo todas sus herramientas: todo el museo está hecho con aportes de hombres como él y, de hecho, en la folletería se deja un teléfono al que se puede comunicar quien haya trabajado en el ferrocarril, la usina o el puerto o tiene familiares que lo hicieron.
     Como es tarde, Florentino entra y se nos reúne. Quedamos pocos en el museo y temo estar reteniéndolos, porque es la hora de cierre. Sin embargo siguen hablando, como locomotoras increíbles hacia delante. Se nos suma Roberto, que fue marino, y narra cómo un morocho enamoraba a todas las tripulantes enseñándoles a usar el timón, cómo conoció el mundo trabajando en alta mar. Quedamos reunidos frente a una balsa enorme hecha con botellas de plástico que Roberto tripuló en su viaje de bautismo. La prefectura, al verlos pasar, les prohibió seguir navegando en ese portento. “La balsa flota, eh, se fueron de Galván a White… Después se armó lío con la prefectura, lo vio el prefecto, lo vio… Porque no podés navegar con esto. Bueno, pero nos dimos el gusto de andar. Se llama El arca obrera, mirá, viene con un instructivo”, dice Pedro.
       Es una denuncia a la contaminación, una maniobra irónica descollante, una protesta: no se puede leer de otro modo. “Agarrás, vos, después fabricás una y te mandás a mudar. Tiene todo su significado eso. ¡Estuvo en el Centro Recoleta esta balsa, eh!”
      “¿Te imaginás al Prefecto tomando un matecito, cuando nos ve pasar? ¡Ah, andá que hay unos locos ahí, sin permiso. Se armó la podrida”, interviene Roberto. “Estamos todos medio rayados en este museo”, me dice. Y Pedro agrega: “Lo más cómico pasó a los días: entran dos señoras al museo y yo les conté y les dije nah, es que había un prefecto mal arriado, y me dice la señora: Tiene razón, es mi marido, es un mal arriado”. Se ríen como chicos y cuando se ríen se convierten en seres hermosísimos. ¿Cuántas veces se escucharon las historias entre sí? Y se escuchan entre ellos como si todo acabara de sucederles.
    El museo ya está cerrado. A lo lejos titilan, azules, no los astros –difícil ver las estrellas desde White con el empañado humeante– sino las luces de los barcos. “La pasamos bien. Yo me jubilé: vengo acá y revivo”, dice Pedro, mientras nos despedimos.
     El Ferrowhite, pienso mientras cruzo de vuelta el puente, es como la Mona Lisa. Tiene ese gesto que uno está tentado a creer que es una sonrisa pero en realidad es algo mucho más complejo, mucho menos alegre y mucho más inasible.
      Y mucho, pero mucho más valiente.
                                                               

                                                   Valeria Tentoni

3 comentarios:

  1. Primero, me encanta como escribe, me encanta el comienzo con Spinetta y esa imagen de ella mirando los folletos. Habla sobre la contaminación y la trata de blancas, lo deja y uno termina queriendo saber más. Suena a invitación. Soy de Comodoro Rivadavia y allá todo eso abunda, además de sentirme identificada por la escasa cobertura y el "en eso no te metas", me pareció un recurso excelente. Uno se queda recalculando.
    Los personajes parecen salidos de un cuento, creo que realmente refleja su magia y la voz de Vale está presente, me la imagino ahí fascinada escuchando. Es un texto hermoso.

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  2. Valeria siempre me sorprende. Su tono amable me parece que se mezcla con indignación, con ironía, con tristeza, con ilusión y con todo lo que permite viajar a través de sus palabras no solo con su exposición de la información sino con sus propias reacciones ante lo que sus ojos están viendo. Es toda una sutileza de emociones.

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  3. Spinetta, Neruda, prostitutas, el país que fue, junto al que no será, el costo ambiental de un primer mundo que no tenemos, es un largo tango, cambalache, tocado en un galpón del sur: igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida. Pero se mezcla vida de trabajo; resultan contundentes las referencias a las herramientas abandonadas, que ya no trabajan al igual que los anfitriones. Está presente también la fuerza física, que convierte en héroes a los trabajadores. La escritora interviene dando al relato la calidez de la palabra diáfana. Pero hay otra cosa más, que es la reflexión sobre el valor del periodismo en un sitio –su aldea- que muestra ataduras que solo los viejos logran vencer. Quizás porque están jubilados, y no porque sean valientes. El lugar es el espectro de la ciudad que aspiró a convertirse en la capital del sur. Maloliente, pobre, vencida, y sin mar.

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