La estación Ingeniero Manuel F. Castello es una de las que conforman la Línea Belgrano Sur que conecta a la Capital Federal con el oeste y el suroeste del Conurbano Bonaerense. Una parada intermedia, un lugar de tránsito, un espacio esencialmente utilizado por quienes frecuentan el Mercado Central.
“Pero
¿quién te mandó a ese lugar?”, “¿A qué vas a ir allá si eso es feo?”, “Tené
cuidado que te pueden afanar el celular.”, “Decile a alguien que te acompañe
porque hay mucho guacho por la zona.”, “Andá de día.” Interrogantes y
recomendaciones fue lo primero que recibí de algunos argentinos que conozco al
preguntarles si sabían cómo llegar a la estación Buenos Aires de la Línea Belgrano
Sur, esa que me llevaría hasta la estación Ingeniero Castello para buscar una
historia en un ferrocarril del que nunca había oído hablar, y del que pocos
minutos después de conocerlo pensé: “definitivamente, este no es un tren del
que se le hable a los turistas.” En todo caso, lo segundo que me dijeron casi
todos fue: “No, ni idea de dónde sale, buscá en Google y ya está”. Si ni
siquiera habían ido al lugar ¿cómo podían presumir lo que me podía pasar?
Atendí a la recomendación de buscar en Internet y
luego de tener algunas referencias claras emprendí el viaje que me llevaría a
Castello. Era un sábado frío con vientos de otoño, las baldosas sueltas de las
aceras de la capital (que tiran chorros de agua al pisarlas) me indicaron que
había llovido la noche anterior y las nubes espesas que cubrían el cielo no
dejaban salir el sol: el escenario perfecto para ir a ese lugar del que me
habían dado tan “buenas” referencias.
Tomé un colectivo que me llevó hasta la avenida
Vélez Sarsfield al 700, bajé en uno de los paraderos y comencé a caminar hasta
encontrarme con la calle Olavarría, pues el dato más exacto que llevaba en ese
momento era la dirección: Olavarría 3120. Poco después de estar caminando por
un sector que parecía deshabitado, en donde pasaban pocos carros, una que otra
persona y muchos perros callejeros, divisé a lo lejos un techo de color gris
oscuro; enfocando la mirada pude ver las letras “LBS” (Línea Belgrano Sur). Todavía
hacía frío, las nubes espesas continuaban tapando el sol y el olor a tubería
podrida se mezclaba con la humedad, una combinación poco agradable para los
cinco sentidos. Por suerte, ya estaba cerca del ferrocarril que me llevaría
hasta Ingeniero Castello, mi destino “peligroso” de ese día.
Habría sido más fácil encontrar la estación Buenos
Aires de la Línea Belgrano Sur (donde comenzaría mi recorrido en tren), de
haber sabido que está junto a la terminal del colectivo 59; o por lo menos si algunos de los que me hicieron tantas
advertencias (en especial los amantes del fútbol), hubieran tenido en cuenta
que se encuentra frente al estadio del Club Atlético Huracán.
Dos perros flacos custodiaban la entrada,
probablemente esperando por algún bocado de comida, pero ese día comerían poco.
No había filas, quioscos abiertos, ni vendedores ambulantes; era un sábado
tranquilo, sin mucho movimiento en una estación que conecta a la Capital Federal
con las zonas oeste y suroeste del Conurbano Bonaerense. Precisamente, fue en
ese momento cuando pensé que ese no era un tren del que se les hablara a los
turistas.
Observé el tablero que muestra la hora de salida, me
di cuenta de que tenía poco tiempo para comprar el tiquete y subirme a alguno
de los coches. Le indiqué a la máquina que expide los boletos mi destino y tomé
deprisa el papelito que salió, caminé con rapidez hacia el único tren que
estaba estacionado en los andenes, aunque no tenía la seguridad de que fuera el
que estaba buscando. Antes de subir pregunté a dos personas si ese me llevaba a
la estación Ingeniero Castello, pero al parecer no sabían de qué les hablaba. El
sonido de algo que parecía ser una campana hacía que las pocas personas que
estaban más lejos de los vagones corrieran hacia ellos y no tuve más
oportunidades de preguntar. Sentí un impulso de subir al coche que tenía más
cercano, estaba sucio, no había nadie sentado allí, entonces decidí cambiarme
de lugar. Caminé un poco hasta encontrarme con un trabajador del tren quien me
confirmó que pronto pasaríamos por Castello.
El tren inició su marcha y mientras tanto yo
recorría con la mirada las partes superiores del vagón buscando algún mapa que
me indicara las estaciones; pasamos varias pero yo seguía sin saber en dónde estaba.
Al parecer, uno de mis vecinos de viaje notó que no era una pasajera frecuente y
comenzó a indicarme el nombre de cada una. Entre estación y estación, le conté
cómo es Colombia y él me contó que venía de trabajar, que todos los días usa el
tren, que no suelen haber muchos turistas por el lugar, entonces salió la
pregunta: “¿qué estás haciendo por acá?”. Luego de contarle el propósito de mi
visita continuó orientándome hasta que en Tapiales me dijo: “la próxima es
Castello”. Le di las gracias y no volvimos a hablar.
Parada intermedia
Cuando
busqué en Internet cómo es la estación Ingeniero Castello encontré un mapa de
la Línea Belgrano Sur que indica que ésta se conecta con otras líneas
ferroviarias. Eso me animó porque generalmente las estaciones de conexión que
conozco son grandes y llenas de elementos interesantes. De inmediato imaginé: “Voy
a buscar a alguien que cante o que toque algún instrumento, tal vez le pregunte
a algún quiosquero cuánto tiempo ha pasado viendo ir y venir los trenes, o en
el mejor de los casos sucede algo inusual y ahí tengo mi historia”. Sin
embargo, todos esos pensamientos se me vinieron al piso cuando bajé del tren y
vi letreros desgastados por el paso del tiempo, sillas vacías, pocos
transeúntes, un hombre sentado con los ojos cerrados en una esquina de uno de
los dos paraderos con techo que conforman la estación y luego de que partiera
el tren: soledad.
¿Dónde estaban los músicos, los quiosqueros, los
vendedores ambulantes o por lo menos los ladrones? No había ni siquiera perros
callejeros. Observé por unos minutos cada rincón de esa estación pequeña y
solitaria. El ruido de los carros que pasaban a gran velocidad por la autopista
Ricchieri se mezclaba con el silencio que provenía de un terreno solitario y
extenso al otro lado de la estación; hacia el frente solo veía tres edificios
altos, blancos, con ventanas pequeñitas que me daban la sensación de estar
encerrada en ese lugar; el cielo todavía estaba gris y pasaba un viento muy frío,
ya que la estación Ingeniero Castello está a alto nivel, sobre las estaciones
Agustín de Elía (Ferrocarril General Roca) y Kilómetro 12 (ramal Puente Alsina,
LBS), en la localidad de Tapiales.
Para no congelarme comencé a caminar hasta que llegué
a la boletería. Cuatro personas hacían fila para comprar el tiquete que les
pasaba una mano que salía por un pequeño orificio de la ventanilla. El vidrio
estaba tapado con un papel amarillento que impedía ver al boletero y un hombre
con aspecto de guardia que estaba cerca del lugar comenzó a mirarme con
curiosidad. Me sentí intimidada, entonces retrocedí y me senté en una de las
sillas para dar la impresión de que esperaba el tren.
Me animé a hablarle a un hombre mayor que estaba
sentado a mi lado. Su nombre es Salvador Cruz y nació en la provincia de Salta.
Él me contó que en los noventa llegó a Buenos Aires y que desde ese momento,
casi todos los días frecuenta la estación Ingeniero Castello porque queda a
quince minutos de su trabajo como repositor de tomates en el Mercado Central. También
me dijo que ha visto varios cambios en la estación, que ahora está más bonita,
que no sabe el por qué del nombre del lugar; pero en ningún momento me habló de
inseguridad. Llegó el tren y Salvador se despidió al ver que me había quedado
sentada, saqué mi cámara e hice clic. Cuando la máquina arrancó se me acercó el
hombre con aspecto de guardia, quien seguramente ya se había dado cuenta de que
yo no era una pasajera usual.
-¿Tiene algún permiso para sacar fotos?, me
preguntó.
-No sabía que hay que tenerlo, contesté.
-¿Para qué las está sacando?
-Para ponerlas en una crónica que estoy escribiendo,
es un trabajo de la universidad.
En ese momento, el hombre dejó de lado su cara seria
al descubrir que lo que yo necesitaba era ayuda y no regaños. “Es que a los de
arriba no les gusta que tomen fotos de las estaciones ni de los trenes”, me
dijo en voz baja mientras caminábamos hacia la boletería.
-Aquí Roque te da la información que necesites -me indicó señalándome al hombre.
Roque Iturralde es el boletero de las tardes en la
estación Ingeniero Castello, a él le pertenece la mano que minutos antes yo había
visto entregarle boletos a los pasajeros. Casi no hablaba y se veía que estaba incómodo
con mi visita. Sin embargo, me hizo pasar al interior de la boletería. Percibí
el olor a mate y observé restos de bizcochitos de grasa sobre una mesa grande
de madera. “A veces nos juntamos aquí para comer algo con los compañeros de
trabajo”, me comentó como queriendo explicar la presencia de estos elementos.
Nuestra conversación fue pausada y ocasionalmente
interrumpida por los pasajeros que buscaban su boleto, o por el aviso titilante
de la máquina que los expide pidiendo cambio de papel. Roque me aclaró que me recibió
en su lugar de trabajo porque era un día calmado, pero que en semana hubiera
sido imposible ya que hay muchas personas que transitan por la estación,
“tantas que yo digo que es necesaria otra boletería”, anotó.
Para Iturralde, “esta es una estación de
servicio, especialmente para quienes van al Mercado Central, es una parada
intermedia en donde el tren se detiene poco tiempo y un lugar en donde la gente
circula constantemente.” Para mí es un espacio sin cafeterías, restaurantes, ni
quioscos, una zona de tránsito para personas que bajan del tren con bolsas
vacías y vuelven a él cargados de cosas; un sitio que no me recomendaron
visitar, que a primera vista me pareció desolado, pero que con el paso de las
horas me mostró su utilidad. Puede parecer extraño, pero cuando salí de la
boletería el cielo estaba despejado y en los andenes varias personas esperaban
su medio de transporte; el sonido de un silbato me indicó que era tiempo de
volver a casa.Susana Avendaño Lopera
¡Muy buena crónica! La verdad, me encantó tu enfoque y el hecho que hayas incluido las advertencias de las personas a quienes les preguntaste sobre la línea.
ResponderEliminarA mí lo que me gusta de esta crónica es que Susy no le tiene miedo a preguntar, no le teme a hablar con la gente, que es en esencia la que tiene buenas historias para contar. Por eso destaco su audacia a la hora de involucrarse con personajes reales.
ResponderEliminarA mí lo que me gusta de esta crónica es que Susy no le tiene miedo a preguntar, no le teme a hablar con la gente, que es en esencia la que tiene buenas historias para contar. Por eso destaco su audacia a la hora de involucrarse con personajes reales.
ResponderEliminarNo hay cosa que una mujer no pueda conseguir, y logra respuestas donde no se esperan. La búsqueda del punto de partida del viaje es tan trabajosa como encontrar el mismo destino. Es el relato del desencuentro entre lo que se esperaba que sea la estación y lo que era, y las advertencias sobre su seguridad y la tranquilidad del lugar. Entre lo que imaginó y lo que encontró. Deambula, y eso se percibe. Logra construir el relato después de dejar de lado lo planificado, (“todos esos pensamientos se me vinieron al piso cuando bajé del tren”) con los personajes que salen a su encuentro en una estación que no recomienda visitar.
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