domingo, 22 de junio de 2014

Camino a Castello



La estación Ingeniero Manuel F. Castello es una de las que conforman la Línea Belgrano Sur que conecta a la Capital Federal con el oeste y el suroeste del Conurbano Bonaerense. Una parada intermedia, un lugar de tránsito, un espacio esencialmente utilizado por quienes frecuentan el Mercado Central.

“Pero ¿quién te mandó a ese lugar?”, “¿A qué vas a ir allá si eso es feo?”, “Tené cuidado que te pueden afanar el celular.”, “Decile a alguien que te acompañe porque hay mucho guacho por la zona.”, “Andá de día.” Interrogantes y recomendaciones fue lo primero que recibí de algunos argentinos que conozco al preguntarles si sabían cómo llegar a la estación Buenos Aires de la Línea Belgrano Sur, esa que me llevaría hasta la estación Ingeniero Castello para buscar una historia en un ferrocarril del que nunca había oído hablar, y del que pocos minutos después de conocerlo pensé: “definitivamente, este no es un tren del que se le hable a los turistas.” En todo caso, lo segundo que me dijeron casi todos fue: “No, ni idea de dónde sale, buscá en Google y ya está”. Si ni siquiera habían ido al lugar ¿cómo podían presumir lo que me podía pasar?
Atendí a la recomendación de buscar en Internet y luego de tener algunas referencias claras emprendí el viaje que me llevaría a Castello. Era un sábado frío con vientos de otoño, las baldosas sueltas de las aceras de la capital (que tiran chorros de agua al pisarlas) me indicaron que había llovido la noche anterior y las nubes espesas que cubrían el cielo no dejaban salir el sol: el escenario perfecto para ir a ese lugar del que me habían dado tan “buenas” referencias.
Tomé un colectivo que me llevó hasta la avenida Vélez Sarsfield al 700, bajé en uno de los paraderos y comencé a caminar hasta encontrarme con la calle Olavarría, pues el dato más exacto que llevaba en ese momento era la dirección: Olavarría 3120. Poco después de estar caminando por un sector que parecía deshabitado, en donde pasaban pocos carros, una que otra persona y muchos perros callejeros, divisé a lo lejos un techo de color gris oscuro; enfocando la mirada pude ver las letras “LBS” (Línea Belgrano Sur). Todavía hacía frío, las nubes espesas continuaban tapando el sol y el olor a tubería podrida se mezclaba con la humedad, una combinación poco agradable para los cinco sentidos. Por suerte, ya estaba cerca del ferrocarril que me llevaría hasta Ingeniero Castello, mi destino “peligroso” de ese día.
Habría sido más fácil encontrar la estación Buenos Aires de la Línea Belgrano Sur (donde comenzaría mi recorrido en tren), de haber sabido que está junto a la terminal del colectivo 59; o por lo menos si algunos de los que me hicieron tantas advertencias (en especial los amantes del fútbol), hubieran tenido en cuenta que se encuentra frente al estadio del Club Atlético Huracán.
Dos perros flacos custodiaban la entrada, probablemente esperando por algún bocado de comida, pero ese día comerían poco. No había filas, quioscos abiertos, ni vendedores ambulantes; era un sábado tranquilo, sin mucho movimiento en una estación que conecta a la Capital Federal con las zonas oeste y suroeste del Conurbano Bonaerense. Precisamente, fue en ese momento cuando pensé que ese no era un tren del que se les hablara a los turistas.
Observé el tablero que muestra la hora de salida, me di cuenta de que tenía poco tiempo para comprar el tiquete y subirme a alguno de los coches. Le indiqué a la máquina que expide los boletos mi destino y tomé deprisa el papelito que salió, caminé con rapidez hacia el único tren que estaba estacionado en los andenes, aunque no tenía la seguridad de que fuera el que estaba buscando. Antes de subir pregunté a dos personas si ese me llevaba a la estación Ingeniero Castello, pero al parecer no sabían de qué les hablaba. El sonido de algo que parecía ser una campana hacía que las pocas personas que estaban más lejos de los vagones corrieran hacia ellos y no tuve más oportunidades de preguntar. Sentí un impulso de subir al coche que tenía más cercano, estaba sucio, no había nadie sentado allí, entonces decidí cambiarme de lugar. Caminé un poco hasta encontrarme con un trabajador del tren quien me confirmó que pronto pasaríamos por Castello.
El tren inició su marcha y mientras tanto yo recorría con la mirada las partes superiores del vagón buscando algún mapa que me indicara las estaciones; pasamos varias pero yo seguía sin saber en dónde estaba. Al parecer, uno de mis vecinos de viaje notó que no era una pasajera frecuente y comenzó a indicarme el nombre de cada una. Entre estación y estación, le conté cómo es Colombia y él me contó que venía de trabajar, que todos los días usa el tren, que no suelen haber muchos turistas por el lugar, entonces salió la pregunta: “¿qué estás haciendo por acá?”. Luego de contarle el propósito de mi visita continuó orientándome hasta que en Tapiales me dijo: “la próxima es Castello”. Le di las gracias y no volvimos a hablar.
Parada intermedia
Cuando busqué en Internet cómo es la estación Ingeniero Castello encontré un mapa de la Línea Belgrano Sur que indica que ésta se conecta con otras líneas ferroviarias. Eso me animó porque generalmente las estaciones de conexión que conozco son grandes y llenas de elementos interesantes. De inmediato imaginé: “Voy a buscar a alguien que cante o que toque algún instrumento, tal vez le pregunte a algún quiosquero cuánto tiempo ha pasado viendo ir y venir los trenes, o en el mejor de los casos sucede algo inusual y ahí tengo mi historia”. Sin embargo, todos esos pensamientos se me vinieron al piso cuando bajé del tren y vi letreros desgastados por el paso del tiempo, sillas vacías, pocos transeúntes, un hombre sentado con los ojos cerrados en una esquina de uno de los dos paraderos con techo que conforman la estación y luego de que partiera el tren: soledad.
¿Dónde estaban los músicos, los quiosqueros, los vendedores ambulantes o por lo menos los ladrones? No había ni siquiera perros callejeros. Observé por unos minutos cada rincón de esa estación pequeña y solitaria. El ruido de los carros que pasaban a gran velocidad por la autopista Ricchieri se mezclaba con el silencio que provenía de un terreno solitario y extenso al otro lado de la estación; hacia el frente solo veía tres edificios altos, blancos, con ventanas pequeñitas que me daban la sensación de estar encerrada en ese lugar; el cielo todavía estaba gris y pasaba un viento muy frío, ya que la estación Ingeniero Castello está a alto nivel, sobre las estaciones Agustín de Elía (Ferrocarril General Roca) y Kilómetro 12 (ramal Puente Alsina, LBS), en la localidad de Tapiales.
Para no congelarme comencé a caminar hasta que llegué a la boletería. Cuatro personas hacían fila para comprar el tiquete que les pasaba una mano que salía por un pequeño orificio de la ventanilla. El vidrio estaba tapado con un papel amarillento que impedía ver al boletero y un hombre con aspecto de guardia que estaba cerca del lugar comenzó a mirarme con curiosidad. Me sentí intimidada, entonces retrocedí y me senté en una de las sillas para dar la impresión de que esperaba el tren.
Me animé a hablarle a un hombre mayor que estaba sentado a mi lado. Su nombre es Salvador Cruz y nació en la provincia de Salta. Él me contó que en los noventa llegó a Buenos Aires y que desde ese momento, casi todos los días frecuenta la estación Ingeniero Castello porque queda a quince minutos de su trabajo como repositor de tomates en el Mercado Central. También me dijo que ha visto varios cambios en la estación, que ahora está más bonita, que no sabe el por qué del nombre del lugar; pero en ningún momento me habló de inseguridad. Llegó el tren y Salvador se despidió al ver que me había quedado sentada, saqué mi cámara e hice clic. Cuando la máquina arrancó se me acercó el hombre con aspecto de guardia, quien seguramente ya se había dado cuenta de que yo no era una pasajera usual.
-¿Tiene algún permiso para sacar fotos?, me preguntó.
-No sabía que hay que tenerlo, contesté.
-¿Para qué las está sacando?
-Para ponerlas en una crónica que estoy escribiendo, es un trabajo de la universidad.
En ese momento, el hombre dejó de lado su cara seria al descubrir que lo que yo necesitaba era ayuda y no regaños. “Es que a los de arriba no les gusta que tomen fotos de las estaciones ni de los trenes”, me dijo en voz baja mientras caminábamos hacia la boletería.
-Aquí Roque te da la información que necesites  -me indicó señalándome al hombre.
Roque Iturralde es el boletero de las tardes en la estación Ingeniero Castello, a él le pertenece la mano que minutos antes yo había visto entregarle boletos a los pasajeros. Casi no hablaba y se veía que estaba incómodo con mi visita. Sin embargo, me hizo pasar al interior de la boletería. Percibí el olor a mate y observé restos de bizcochitos de grasa sobre una mesa grande de madera. “A veces nos juntamos aquí para comer algo con los compañeros de trabajo”, me comentó como queriendo explicar la presencia de estos elementos.
Nuestra conversación fue pausada y ocasionalmente interrumpida por los pasajeros que buscaban su boleto, o por el aviso titilante de la máquina que los expide pidiendo cambio de papel. Roque me aclaró que me recibió en su lugar de trabajo porque era un día calmado, pero que en semana hubiera sido imposible ya que hay muchas personas que transitan por la estación, “tantas que yo digo que es necesaria otra boletería”, anotó.
              Para Iturralde, “esta es una estación de servicio, especialmente para quienes van al Mercado Central, es una parada intermedia en donde el tren se detiene poco tiempo y un lugar en donde la gente circula constantemente.” Para mí es un espacio sin cafeterías, restaurantes, ni quioscos, una zona de tránsito para personas que bajan del tren con bolsas vacías y vuelven a él cargados de cosas; un sitio que no me recomendaron visitar, que a primera vista me pareció desolado, pero que con el paso de las horas me mostró su utilidad. Puede parecer extraño, pero cuando salí de la boletería el cielo estaba despejado y en los andenes varias personas esperaban su medio de transporte; el sonido de un silbato me indicó que era tiempo de volver a casa.
                                                                                          Susana Avendaño Lopera 

4 comentarios:

  1. ¡Muy buena crónica! La verdad, me encantó tu enfoque y el hecho que hayas incluido las advertencias de las personas a quienes les preguntaste sobre la línea.

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  2. A mí lo que me gusta de esta crónica es que Susy no le tiene miedo a preguntar, no le teme a hablar con la gente, que es en esencia la que tiene buenas historias para contar. Por eso destaco su audacia a la hora de involucrarse con personajes reales.

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  3. A mí lo que me gusta de esta crónica es que Susy no le tiene miedo a preguntar, no le teme a hablar con la gente, que es en esencia la que tiene buenas historias para contar. Por eso destaco su audacia a la hora de involucrarse con personajes reales.

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  4. No hay cosa que una mujer no pueda conseguir, y logra respuestas donde no se esperan. La búsqueda del punto de partida del viaje es tan trabajosa como encontrar el mismo destino. Es el relato del desencuentro entre lo que se esperaba que sea la estación y lo que era, y las advertencias sobre su seguridad y la tranquilidad del lugar. Entre lo que imaginó y lo que encontró. Deambula, y eso se percibe. Logra construir el relato después de dejar de lado lo planificado, (“todos esos pensamientos se me vinieron al piso cuando bajé del tren”) con los personajes que salen a su encuentro en una estación que no recomienda visitar.

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