sábado, 22 de noviembre de 2014

“El teatro no es serio... es mágico”



Como siempre Analia recibió a Alfredo y a Nicolás. Les mostró los camarines ocho y cuatro. Ambos eran amplios. Estaban pintados de blanco y tenían percheros para colgar los vestuarios prolijamente. La decoración la completaban grandes espejos rodeados de pequeñas bombitas de luz característicos de los camarines, un mostrador y dos sillas también blancas.
Alfredo Alcón y Nicolás Cabré llegaron a Mar del Plata en la temporada de verano del 2005. Presentaron, de jueves a domingo, El gran regreso. Una historia basada en la amistad, la nostalgia, el amor y la paternidad, que se confunde entre dos generaciones. Alcón interpretaba a un padre que no podía contener las ganas de volver a pisar un escenario. Nicolás Cabré encarnaba a Enrique, un joven desocupado y sin familia que debía soportar las ocurrencias de su padre.
El 14 de julio de 1993, Analia dejaba su trabajo de portera en el Colegio Nueva Pompeya para comenzar a trabajar en el Teatro Auditorium Centro Provincial, donde precisaban gente. Le prometieron un trabajo inestable. No era para todos los días, la iban a llamar cuando la necesitaran.
-Empecé en la limpieza. Preguntaba si tenía que venir y siempre me decían que sí porque yo cubría todos los baches que había. Servía el vino en la inauguración de las muestras, estaba en los baños, cualquier cosa.
Dos años después, Analia, ya trabajaba como personal de planta y comenzaba  a encontrar su lugar en el Teatro. Un trabajo que, dice, la emociona, porque le gusta estar entre artistas. Le gusta atender bien a la gente. Analía siente al Teatro como parte de su casa y los camarines son los espacios que ella tiene para recibir a sus invitados. Por eso cuando Alfredo Alcón llegó al Teatro, ella escuchó los pedidos especiales para su camarín. Le gustaban las plantas y quería que se las cambie todos los días.
Analía desde su casa le traía una planta distinta cada día, “todas de gajito” dice ella. Alfredo le preguntó por qué le cambiaba las plantas. Ella le contestó: “usted me dijo que le cambie”. A partir de ahí Analía tuvo una relación “hermosa” con Alfredo que duró los dos meses de verano.
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-Yo me animo a todo. Cuando se murió mi hija de un mes y medio estaba deprimida y empecé a trabajar en el Hospital Italiano de La Plata de secretaria. Llegue a trabajar en quirófanos oftalmológicos. Preparaba y organizaba el material quirúrgico y los equipos que se utilizan en una cirugía. En el Teatro me animé a hacer cambio de vestuario.
Así, animándose a casi todo Analía se convirtió en camarinera. Hoy hace 20 años que trabaja en ese lugar como encargada del sector. Ella dice que es “su vida”. Quizás, es una cuenta pendiente que le quedó porque le encanta el ballet. Los camarines de Hernán Piquín, Julio Bocca, Maximiliano Guerra y Eleonora Cassano pasaron por las manos de Analía.
-Una vez me preguntaron si me animaba a hacer cambio de vestuario, que es cambiar a los actores entre escena y escena. Rápido hay que ayudarlos a ponerse otra ropa.  Aparte, cuidar la indumentaria, coserla, lavarla y plancharla. Tener todo ordenado. En mi vida lo había hecho. Me fue bárbaro.
Con Don Fausto, la obra protagonizada por Victoria Onetto y Danilo Devizia, Analía tuvo su gran cambio de vestuario.
Los camarines estaban en el segundo piso del Edificio Casino. Analía cada noche de la temporada del 96 entraba al camarín 4. Allí, encontraba a Danilo sentado en un sillón que había puesto exclusivamente para él. Flaco, alto y con los pelos revueltos, como era su costumbre, se entregaba a las manos de Analía que lo vestía de negro y le colgaba del cuello una capa roja. El cambio llevaba unos minutos. Y no había más tiempo que ese. En esos escasos minutos Danilo se convertía en el Diablo.
El Diablo bajaba al escenario y Analía entraba al camarín de al lado a buscar la ropa de Victoria Onetto. Ella estaba sobre el escenario haciendo la escena en la que se desnudaba completamente. Analía con la ropa en la mano corría por las escaleras al primer piso donde se encontraba la puerta “de  atrás” del escenario. En pocos minutos debía estar al pie del escenario para abrigar a Victoria luego de que terminaba su escena.   
Para el artista, el camarín es parte de su privacidad. Es como el cuarto para un adolescente. Un lugar de resguardo. El Teatro tiene capacidad para “casi cualquier cosa” dice Analia. “Porque he ido a otros teatros y los camarines ¡ay, mamita! Entonces cuando vienen los actores acá ya ellos te dicen en qué camarín les gustaría estar”.
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La tarde del 16 febrero del 2002 estaba despejada, sin nubes y hacía calor en Mar del Plata. Un día ideal para ir a la playa, esos en los que hay una brisa fresca que de tanto en tanto permite respirar cuando el sol ya casi se torna insoportable.
Con una camisa magenta y un capri negro, Mónica estaba parada y apoyada sobre la pared, cerca de la puerta de salida. Su marido trabajaba desde hacía dos meses en el Auditorium.
El director del Teatro, Gustavo Giordano, la había llamado a través de su marido para hacer la escenografía de su próxima producción Discépolo, esa mezcla milagrosa. La obra se estrenó en julio de 2002 con la dirección de Paco Hase y la actuación de Juan Darthes, Emilio Comte, Luis Rende, Jorge Taglioni.
Mónica lo conocía a Gustavo de haber trabajado juntos en la puesta de Las últimas lunas, de Juan Alberto de Mendoza. Por eso llegó al Teatro en la primera vez que se hacía una producción avalada desde la Subsecretaria de Cultura y Educación. “Ahí entré haciendo esa escenografía supuestamente por un contrato que nunca se concretó y me quedé como personal de planta”, comenta Mónica.
La obra fue record de convocatoria en sus dos temporadas de verano en la sala Piazzolla. “La puesta fue muy buena. Desde lo estético de mucha síntesis visual. Cada espacio y cada elemento estaba representado por objetos que simbolizaban lo que queríamos contar”.
El elenco estaba conformado por actores de Buenos Aires y La Plata, por ello los costos de la obra eran altísimos en traslados, alojamientos y comidas. También, según Mónica, el director de la obra “era un tipo bastante difícil, entonces a todo le ponía un pero, todo lo cuestionaba y eso complicó un poquito las cosas”.
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Eva Perón, cuando venía a Mar del Plata, se acercaba a tomar una copa y escuchar un poco de tango en la Dancing del Casino Central, ubicado en la Rambla de la ciudad. Pero, desde el 20 de enero de 1945 ese lugar dejó de existir para convertirse en la Sala Auditorium con 1182 butacas. A partir de 1994 recibió el nombre de sala Astor Piazzolla en honor al bandoneonista y compositor marplatense. Desde entonces y hasta hoy es una de las salas más grandes de la ciudad.   
En el Edificio Casino, actualmente, sigue funcionando el casino central de Mar del Plata y comparte el edificio con el Teatro Auditorium Centro Provincial de las Artes.
La construcción comenzó en 1938 bajo la dirección del arquitecto Alejandro Bustillo. El proyecto consistía en dos edificios gemelos de estilo imperial en el sector costero de las viejas ramblas. El dos de diciembre de 1939 se inauguraron ambos complejos que recibieron el nombre de Edificio Casino - Hotel Provincial.
Según Mónica, la única sala de toda la ciudad que tiene un escenario a la italiana clásico con todas sus características es la Piazzolla. Tiene parrilla: una estructura de madera cerca del cielorraso que se encuentra a 17 metros de altura, con las maderas ubicadas en forma paralela, igual que una parrilla para hacer asado. Desde allí se cuelgan todos los decorados, las luces y aquello que se oculta en el espacio aéreo durante una obra. Tiene una cámara negra: una tela que cubre todo el fondo del escenario que no tiene que reflejar luz, pero sí absorberla. Un proscenio -zona del escenario más cercana al público- y foso de orquesta que es la otra característica que hace que sea un escenario a la italiana clásico.  “Muchas salas de la ciudad tienen las primeras características pero ninguna cuenta con foso para orquesta”, explica Mónica.
El foso se encuentra debajo del proscenio y habitualmente está cubierto por unas estructuras de fenólico desmontables que hacen de piso del proscenio. La última vez que se utilizó el foso de escenario fue en la temporada de verano 2014 con Vale Todo, un musical protagonizado por Enrique Pinti, Florencia Peña y Diego Ramos que contaba con orquesta en vivo. El telón es de boca a la americana, es decir que  se abre de forma vertical y funciona de forma automática con distintas velocidades.
La forma semicircular de la sala, la  buena distribución de las butacas y la amplia abertura de la boca de escena, permiten que casi la totalidad del escenario quede a la vista de todos. Según Mónica es un “detalle importante para los escenógrafos, porque, por ejemplo, en el Teatro Colón de Buenos Aires desde los palcos laterales se ven tres cuartos del escenario, hay partes que directamente no ves”.
Ya convertido en un complejo cultural de cinco salas, en 1999 el decreto 3/9/99 declaró monumento histórico nacional, provincial y municipal al conjunto urbano integrado por el Hotel Provincial y Casino.
En 1969, el Gobierno de la Nación transfiere las instalaciones del Casino y del Auditorium, su patrimonio, administración y funcionamiento al Ministerio de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires. En mayo del 2003, bajo la ley 13056, se creó el Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires. A partir de ese momento el Teatro Auditorium y todos los teatros provinciales comenzaron a depender de este organismo que los nuclea y administra, en este momento bajo la presidencia de Jorge Telerman.
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La suerte ayudó a Mario a entrar a trabajar en el Teatro. Hace once años un amigo le dijo que había una vacante para portería y que a él le coincidían los horarios por eso no lo podía tomar. Mario se presentó y hoy continúa trabajando ahí, pero en sonido.  
El hermano de Mario, Gonzalo, trabaja en el área de mantenimiento del Teatro. “Mi hermano hacía trabajos muy fuertes y pedí que lo hagan entrar. En esa época todavía estaba enamorado del teatro. Si me preguntas ahora, no la hago entrar a mi hermana”.
Mario hoy ya no está enamorado del Teatro, pero sí de su trabajo. Para la mayoría de las personas que trabajan allí todo lo que sucede en ese ámbito termina siendo “una cagada”.
Sin embargo, el Auditorium le sirvió para cambiar su concepción del arte. Él pinta, dibuja y hace música. “Acá aprendí mucho. No para que me tomen una prueba. Pero mi idea de cómo eran muchas cosas se modificó. La música, por ejemplo. Vi tantas cosas en vivo que obviamente alteré mi percepción.”
Trabajar en un teatro provincial es trabajar en la administración pública. Personajes como “Flora la empleada pública”, de Antonio Gasalla, también existen. La idea del empleado público tomando mate y pintándose las uñas ocurre en este espacio. Mario dice: “Re achancha mucho este lugar porque es un trabajo rutinario como cualquier otro. Si mañana viene un artista que te gusta y va a tocar en el Teatro y pasado va a tocar en otro lado, vas a verlo a otro lado porque eso significa otra salida”. 
Pedro Aznar ya estaba sentado sobre una banqueta alta con su guitarra en la mano y el micrófono de pie prendido cuando se abrió el telón el sábado 24 de mayo de 2014 a las 21:30 en el Auditorium. Mario estaba “enloquecido” por verlo. Sin embargo, tocaba en su lugar de trabajo. Desde la butaca de la fila 15 que ocupaba, pensaba “que siga tocando porque estoy viendo a Aznar en el teatro y por otro lado decía ¡uh! loco me quiero ir a mi casa, ya me quiero ir del Teatro”. Así Mario se peleaba entre la posibilidad de “consumir arte gratis” como dice él  y las ganas de dejar su lugar de trabajo.

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Para los 90 el Auditorium tenía cien personas trabajando. “Eran como una gran familia” explicó Analía “y se hacían todas las cosas, porque el teatro es grande como está ahora”. Era un teatro con una idea más colaborativa. Todos hacían todo.
Ahora tiene una planta permanente de doscientos empleados, cada uno con sus tareas asignadas. Durante el día se encargan de la firma de un contrato, la prensa, la folletería que se entrega en el show, la descarga de la escenografía, la prueba de sonido y la preparación de los efectos lumínicos. Sin embargo, es a la noche cuando se produce la magia y el Teatro tiene otro color, otro aroma; en síntesis, un encanto distinto. Analía se queda hasta que el último personaje porque “si hay vestuario hay que poner llave contra llave, más llave”.
Analía conoce ese espacio más de noche que de día. El Teatro tiene tres pisos y el trabajo le permite “andar” como dice ella. Porque “tengo dos chicas que trabajan conmigo. Ahora veo que esté todo bien y empiezo: salgo, voy al tercer piso, paso por el primero, saludo a todos mis compañeros, veo cómo va todo, me doy unas vueltas por todos lados”.
Gracias a sus recorridas diarias, puede observar que ahora hay mucha división y pelea entre los compañeros. Según ella “cambio la época y, por ahí, los más grandes nos tenemos que acostumbrar a la gente joven. Es un poco difícil pero yo me acostumbro. Soy muy versátil, muy flexible”.
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Los jueves a la noche hay comida obligada en la cocina del segundo piso.
“A la noche cuando tengo un cachito me gusta cocinar, aparte de todo me gusta cocinar”, dice Analía. “Me han hecho una cocina muy linda. Entonces, cuando tengo mi momento y tengo ganas, cocino, cuando no, lo hace otro”.
Son las tres de la tarde del jueves seis de febrero de 2014. Analía llegó temprano a trabajar, hoy su función es cocinar un pastel de papas para treinta y cinco personas a pedido del elenco de Vale Todo. Pinti quedará afuera de la cena porque tiene su propia dieta.
La cocina del segundo piso está junto a los camarines. Es un espacio de 4 X 4 pintado de color verde pálido, decorado con un corcho que permite “pinchar” la programación mensual, los horarios del personal y notificaciones varias. También hay seis lockers, que utiliza el personal del teatro, cada uno con un candado diferente.
Analia está sentada en una mesa que podría contener a 10 comensales, pero de alguna extraña manera esa noche la ocuparán treinta personas. Allí pela los 10 kilos de papas que necesitará para la comida. Luego de cinco horas de preparación, ya lo puede meter al horno industrial que compraron entre todos los compañeros del turno noche.
-Fue la primera vez en mi vida que hice un pastel de papa tan grandote. Solita lo hice y se chuparon los dedos. La mayoría de los elencos ya saben que nosotros cocinamos, entonces cuando termina la función me piden el plato. El productor de Virus y de Miguel Mateos, va a venir en noviembre con Lerner y ya me dijo que le tengo que preparar lasaña.
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-¿Cuál fue el momento más feo que pasaste en el Teatro?
- Eso no te lo voy a contar. Yo era joven y recién entraba al teatro. No sabía cómo era manejarme con ciertas cosas. Hoy ya aprendí. Esa persona después vino y me pidió disculpas, me regaló un poncho divino.
Se queda callada. Cree que no puede contar. Hay cosas que siempre quedarán para uno. Pero ella no se aguanta. Me hace gestos de inyectarse y aspirar.
-¿Es muy complicado el tema de las adicciones a la noche?
-Sí. Hasta el que menos te imaginas. Lo hacen todos. Pero ya aprendí, también, a manejarme con eso. Aprendes, también, a entender cómo es la noche.
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“Si vos tenes un espectáculo a las 10 de la noche probablemente a esa hora no te pidas un café con leche. La persona que se droga o que vende o lo que fuera es la misma persona si viene a las diez de la mañana que si viene a las once de la noche, pero a la noche está más dispuesto”.
Como dijo una vez el reconocido actor Horacio Peña “El teatro no es serio… es mágico”. Y la industria del entretenimiento maneja otros códigos. Más allá de la presión porque todo salga bien, de noche se respira un clima más relajado, más festivo. La mayoría de las personas que trabajan en el Teatro tienen años en el oficio, su trabajo sale de “taco”. Eso les permite tomarse ciertas libertades como sentarse en el bar y consumir alcohol con total naturalidad. El problema, como siempre, son los excesos.
Mario sostiene que  “la gente es la misma, lo que cambia es la noche, porque mueve otras cosas, que se yo. Lo que pasa es que la mayoría de los espectáculos son a la noche y eso es así porque esto es un Teatro”.
El Café del Teatro está delimitado por el espacio que ocupan las mesas de manteles bordó y sus sillas haciendo juego en el mismo tono. En un lateral un pequeño escenario con un piano, un rincón más para realizar presentaciones. Al fondo, sobre un espejo que ocupa toda la pared de cuatro metros por cinco de alto, está la barra pintada de color beige con una inscripción que dice Café Teatral Emilio Alfaro. De esta manera, el Café queda integrado en otro espacio más amplio: Foyer Alto. Es decir, el vestíbulo que presenta la gran escalinata de alfombra roja que permite el acceso a la sala Astor Piazzolla.
Allí es común ver gente tomando algo. Gente que viene a la obra, gente que trabaja ahí. Todos tienen ese lugar como punto de reunión. Se puede ver a un empleado con amigos, como si esa fuera su salida del sábado. “Porque trabajando de noche se pierde toda la vida social”, dice Mario. El personal del teatro tiene franco el lunes. Siempre van a contramano de las normas establecidas socialmente para el festejo y las salidas con amigos.  
-Yo nunca vi a nadie pero sí sé que pasa, tampoco soy pelotudo -dice Mario.

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Francella llegó al Teatro en enero del 2006. Durante toda la temporada presentó junto a Enrique Pinti Los productores. Una obra con libreto, música y letra de Mel Brooks. Era la historia de dos productores teatrales que planeaban hacerse ricos produciendo el mayor fracaso de Broadway. La obra se caracterizaba por un sentido del humor irreverente apoyado en acentos exagerados, estereotipos homosexuales, personajes nazis y muchos chistes sobre el propio mundo del espectáculo.
Durante los dos meses que permanecieron en la ciudad, trabajaron con entradas agotadas el 80 por ciento de los días que subieron a escena. Se llevaron siete premios Estrella de Mar y Pinti recibió el “Estrella de Mar de Oro”. Una temporada a puro éxito.
-¿Con quién no te gustaría volver a trabajar?
-¿Te lo digo, no te lo digo?
La voz  no sale. Los labios se mueven: “Francella”.
-¿Por qué?
-Porque no tengo empatía. Nadie tuvo empatía con él. Venía y empezaba a los gritos: ¡Analía! Es un cabrón, como que él era el que se llevaba todo por delante. No es la persona linda que vos ves. Es excelente actor, pero como persona para mí no. No, no, no. Muy soberbio.
-¿Con quién te gustaría volver a trabajar?
-Me encantaría trabajar con Nancy Dupláa  y Pablo Echarri. Excelentes personas.
El sábado 29 de diciembre a las 21 se abrió el telón rojo. Sobre el escenario aparecieron Pablo Echarri y Nancy Dupláa discutiendo, puteándose. Encarnaban a Mario y Valeria, una pareja de alcohólicos y adictos a la cocaína. Él acababa de salir de prisión en libertad condicional con el plan de conseguir un empleo y mantenerse sobrio. Sin embargo, la aparición de un extraño sombrero sembró la duda del engaño entre los dos.
De miércoles a domingo presentaban El hijo de puta del sombrero. Allí revivían esa historia en la que el alcohol, el humor y el odio hacían estragos. Se llevaron tres premios Estrella de Mar y la sala se mantuvo toda la temporada hasta la mitad.
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Era casi medianoche de enero del 95. Sobre el escenario, Viuda e Hijas de Roque Enroll. Los más grandes del rock se presentaban esa noche en un recital compartido. Pappo cerraba el show.
Analía estaba parada frente a las hornallas de la cocina con un par de medias. Después sobre la estufa. Eran las medias de Pappo, empapadas.
-Pappo se había ido donde estaban las chicas a tomar un cafecito. Bueno, tomaban algo. Bueno, no sé qué.
Y otra vez los gestos, esta vez era una copa.
“Será café lo que estaba tomando, bueno no sé”, insinúa.
Analía no quiere contar pero cuenta. Ese “no sé qué” que estaban tomando, se cae sobre los pies de Pappo. Se le mojan las medias y faltaban 10 minutos para que salgan a escena.
-Se mojó todo -cuenta Analía.
Pappo gritaba: “Analía por favor ¿qué hago, qué hago?”.  
Diez minutos después, en el momento en que debía salir al escenario las medias estaban secas. Pappo abrazaba a Analía y ella lo recuerda con cariño: “fue espectacular”.

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Para armar la escenografía de Discépolo, esa mezcla milagrosa se contrató un escenógrafo marplatense, José Allos, que no había trabajado hasta el momento en el teatro. José pintaba la escenografía solo en el subsuelo. Dos o tres veces había subido a tomar mate a la cocina del Teatro con Analía y sus compañeros. Allí entre mate y galletitas comentó que en dos oportunidades había visto un par de personas en el subsuelo, pero que después desaparecieron por detrás de una gran columna y no las pudo ver más. A los días, el escenógrafo, “se puso a mirar las fotos colgadas en el corcho de las notificaciones y señaló en las fotos las personas que había visto abajo. Eran compañeros que ya no estaban”, cuenta Analía.
-¿Hay fantasmas en el teatro?
-Sí, claro. Hay porque yo he visto. En  los camarines, las perchas se corren solas. Y hay ruidos. O cerras una ventana y se te abre. Vas y está abierta y no hay nadie.
Baja la mirada y recuerda a sus compañeros que dejaron la vida en el Teatro. “Creo que la gente deja su estigma en el teatro. El amor que uno tiene por este lugar queda, las personas que vivieron por el teatro y para el teatro. Esa es la característica: más que un trabajo es una pasión. La mayoría de los que estamos acá nacimos para hacer teatro y algo nuestro queda cuando nos vamos de nuestro lugar".
De repente se pone contenta otra vez, levanta la mirada y con los ojos enormes dice: “En mi casa hay duendes. A mí me gustan mucho los duendes. Tengo duendes de todos lados del norte, del sur, del este y oeste. En mi casa están los duendes, que sí he visto una vez”.
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En el ámbito teatral, hay creencias acerca de lo que trae buena y mala suerte. En un teatro no se puede silbar, no se puede usar el color amarillo, no se puede tener claveles, no se puede tejer en un camarín porque puede traer la desgracia a todo el elenco, y si la lana es amarilla el desafío es doble.
-Es mal augurio. Se genera una mala energía en el teatro que puede perjudicar el desarrollo de la obra. Yo igual no le doy importancia –comenta Analía.
La primera vez que se presentó en la Sala Piazzolla Pimpinela La Familia era el 2 de enero del 2010.  Solo faltaban unos minutos para salir a escena cuando Lucía Galán empezó a llamar uno por uno a los integrantes del elenco. Analía corrió juntando gente, sin entender bien para qué. Todos tomados de la mano comenzaron a rezar. Analía observó tranquila, ya estaba acostumbrada a este tipo de rituales.
Durante los dos meses que se presentó el show, todos los días minutos antes de salir a escena 35 personas se tomaban de la mano y comenzaba a decir: Padre nuestro, que estás en los cielos… Analía, que ya se había apropiado de ese espectáculo, rezaba con ellos.
Analía dice “los Pimpinelas que fue un grupo excelente. Como persona, como ser humano, los bailarines, todos. Yo era uno más”.  Porque cuando se programa un espectáculo que dura los dos meses de verano, se forma un vínculo, se conviven muchas horas con los artistas
-Todos los actores principales tienen cábalas. Prenden su velita, sus santos. Esas cosas están en un lugar y no se pueden tocar, no hay que correr nada. Habitualmente las cábalas son vinculadas a la religión  -explica Analía.

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Los primeros días de febrero del 2014 Alejandro Cruz publicó en el diario La Nación un artículo titulado “Paradojas del teatro marplatense”.
El periodista presenta la nota explicando las dificultades que tuvo El conventillo de la paloma, de Alberto Vaccarezza, producción del Teatro Nacional Cervantes, para presentar su obra en la sala Mar del Plata de Carlos Rottemberg, productor teatral. Cruz cuestionó la falta de unión entre salas estatales, porque esta obra terminó en una sala privada existiendo en la ciudad un espacio de la provincia como el Teatro Auditorium.
“Sería lógico pensar que un espectáculo del único teatro nacional con que cuenta el país se presente en la sala provincial; pero no fue así. En verdad, hace años que la sala Piazzolla del Teatro Auditorium se administra como si fuera una sala comercial. Bajo esa lógica se ha programado a Los Midachi, a los Pimpinela, a Martín Bossi o Los productores,  entre tantos otros montajes”.
También Cruz sostuvo que las políticas culturales expresadas por el Instituto Cultural no se correspondían con  el precio de las entradas del espectáculo que en ese momento estaba en cartel. Señalaba: “en el Teatro Auditorium, la sala provincial cuya amplia programación fue presentada bajo las premisas de `pluralismo, inclusión y participación`, se presenta Vale todo, el musical de Cole Porter, con las entradas más elevadas”.
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Mónica acuerda con el periodista: “El teatro es el lugar ideal para hacer producción, pero producción en serio”. Es decir, tener el dinero disponible y tener una propuesta realmente teatral. El escenario de la sala Piazzolla cuenta con el equipamiento técnico y el recurso humano necesario para llevar adelante casi cualquier producción teatral. “Pero desde el teatro se hacen cosas muy chiquitas y siempre con falta de presupuesto. Si no, en el foyer se arma un decorado en relación con una temática, pero no es una cosa teatral”.
El Auditorium no es un teatro de producción. Por eso no cuenta con el financiamiento necesario para el desarrollo de puestas teatrales propias. “Cada producción que hacemos la hacemos como podemos desde los recursos que tenemos. Creo que no estoy  conforme con ninguna de las puestas que hice en estos años acá. Siempre es pintame un fondito. No hay plata. No hay plata. No hay plata”.
Al no tener trabajo de taller escenográfico, falta recurso humano capacitado en construcción, realizadores. Sin embargo, las limitaciones se compensan. “El personal técnico del Teatro no sabe tanto de taller porque no hay producción, pero de montaje puede resolver casi cualquier dificultad que se le presente. Continuamente al Teatro llegan cosas nuevas, entonces el personal tiene un training de armado y desarme más que cualquier otro”.
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Un camión estacionaba en la puerta del Teatro sobre la calle Boulevard Marítimo a las 11 de la mañana del  19 de enero del 2011. Quince cajas negras con detalles en plateado y la inscripción prolighting comenzaban a marchar desde el montacarga con dirección a la sala Piazzolla.
Una vez arriba del escenario, las cajas se abrían y empezaban a aparecer micrófonos, amplificadores, consolas de sonido y luces. Así se armaba el sonido de lo que sería el show de Luis Alberto Spinetta a las diez de la noche, donde el artista comenzaba su gira 2011. “Trajeron todo ellos para estar híper confiados de lo que iba a hacer el show”, explica Mario.
Para las cinco de la tarde ya estaba casi todo armado, mientras los técnicos ultimaban detalles sobre el escenario, Claudio Cardone estaba en teclados, Sergio Verdinelli en batería, Matías Méndez en bajo, Baltazar Comotto en guitarra, Vera Spinetta en voces y el Mono Fontana en teclados. Dirigiendo todo lo que sucedía estaba el Flaco Spinetta. 
-Otra cosa que noto en este tema es que me quedo sin teclado. Me queda la batería pegada. Así que bajame el piso -decía Spinetta.
Mario, desde la consola de sonido, estuvo presente toda la prueba, escuchaba las instrucciones de Spinetta, que estaba con su propio operador. Pero era su trabajo estar por si necesitaban algo.
-Yo estuve en la prueba para ver si me acercaba a saludarlo y nunca me animé. Él iba y venía, y no me animé.
El show terminó. La gente aplaudió de pie. Las luces se prendieron y los espectadores se retiraron. Pero Spinetta no se fue. Se quedó parado  solo en el medio del escenario. Tocaba la guitarra y probaba la pedalera. Mario pensó: que me odie pero si no lo saludo ahora, nunca más. Así que entró al medio del escenario, le estiró la mano y le dijo:
-Solo te quería saludar.
El Flaco le agarró la mano y lo abrazo. Mario se fue del escenario con una sonrisa enorme, se sentía un “héroe”. Lo dejó a Spinetta solo con su guitarra y su pedalera.
            “Lo mejor es todo eso. Estar en contacto con el artista. Con todo el proceso de lo que le pasa al artista”. Mario critica el manejo del Teatro: “Por ahí no sabes ni los horarios de una semana. Con suerte tres días. Te van cambiando los horarios. Está bueno para un pibe soltero”.
Mario ya no opera más, es decir, no acompaña desde la consola al artista. En el Teatro conoció a su mujer, Sandra, con quien tiene dos hijos. Es un padre de familia y para gente con familia “no está tan bueno trabajar de noche y no conocer tus horarios”.
-Pero el trabajo no sé qué tiene de malo. No sabría que decirte.
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Se abre la puerta del costado por donde entra el personal. Una mujer de 58 años, con un metro cincuenta de altura, rulos rubios y unos lentes gruesos como culo de botella entra gritando con alegría: ¡Hola! ¡Hola!. Es Analía que recién llega a trabajar.
-¿Te vas a jubilar a los 60?  -le pregunta la encargada de personal que la recibe al fichar la entrada.
-¡NO! Yo quiero seguir trabajando-.

Analía nunca se va a ir del Teatro, porque esa es su casa, su lugar en el mundo. Las próximas generaciones seguro la verán desaparecer detrás de una columna, correr unas perchas o abrir una ventana. Eso es el teatro: No es serio… es mágico. 

                                                                           María Martha de Ortube

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