sábado, 28 de junio de 2014

¡Bien en la vía!




Un sacudón acompañado por el ruido de la fricción de las cadenas que unen a los vagones nos puso en movimiento y el tren,  traqueteando, tomó  velocidad. Por alguna razón recorrió sin parar unas cuantas estaciones hasta que repentinamente, se quedó parado. Me asomé por la ventanilla y vi como los pasajeros empezaban a saltar a los pastizales y a caminar hacia la locomotora. Estela, una de mis vecinas de asiento, dijo que era la misma locomotora que hacía diez días los había dejado a pie en Juan XXIII (una de las estaciones en las que no habíamos parado). Salté al pasto y camine detrás de Estela y la canasta que alzaba con ambas manos hasta que llegamos delante de la máquina y seguimos por el medio de las vías, donde el pastizal ya era un basural.
                   Había empezado el viaje por la mañana en la estación de Temperley. Es una encrucijada ferroviaria donde los trenes eléctricos  conviven con los diésel, y los andenes conservan  la estructura inglesa  del siglo XIX.  En esta estación se acantonaron las tropas radicales en julio y agosto de 1893 para hacer maniobras y marchar a tomar La Plata. Más de sesenta vagones movilizaron a los diez mil milicianos radicales que se concentraron durante varios días, depusieron al gobernador de la Provincia, el periodista Julio A. Costa y proclamaron en su lugar a Juan Carlos Belgrano. No hay recuerdo de ese hecho en la estación. Imaginé por un momento a los hombres vestidos de civil con sus boinas blancas, haciendo rancho en los galpones de los alrededores.
Las personas concentradas ahora en los andenes no eran milicianas. Eran trabajadores refugiados de la lluvia. Hacía ya más de cuarenta minutos  que esperaba cuando apareció una locomotora muy sucia; entre barro y grasa apenas se le notaba el color original, celeste y blanco. La gente se trepó y, empujado no sé si por bolsos o canastos, terminé sentado en un banco gris de chapa, tan frío que fruncía mis piernas para no apoyarlas.
                   El vagón estaba lleno. No imaginé ver tanta gente en un espacio tan pequeño. Los pasajeros destilaban olores que se condensaban en uno solo, fuerte y penetrante: roña, mezcla de sudores, y ropas perfumadas con  frituras, carbón y leña. El coche apenas tenía vidrios en las ventanas y el vaho pronto me invadió y ya no lo sentí.
                  Dos mujeres estaban sentadas frente a mí y tenían una canasta con bollos apoyada entre sus piernas y las mías, lo que me obligó a flexionar mis piernas hacia atrás, no sin incomodidad y dolor. Hablaban en voz alta. La dueña de los chipás era cocinera en un bar por las noches; la otra, empleada doméstica  en casa de un ferretero que era “un miserable”. Tanto que la hacía irse antes de que estuviera lista la comida para evitar que se llevara las sobras. Porque las sobras eran del ferretero, que después las tiraba.  Estela – así le decía la otra– cocinaba minutas frente a la estación de Lomas, en un bar donde se vendían más drogas que comida, pero  gracias a eso todavía le pagaban y –aseguró bajando la voz– le habían aumentado el sueldo.
                Un chico muy joven  estaba sentado a mi lado con un  bolso sobre las piernas. Miraba el techo. El tren estaba detenido desde hace casi diez minutos, cuando un vendedor ofreciendo alfajores rompió el silencio de la masa compacta de pasajeros. Yo estaba inquieto por el frio del asiento, los gritos de Estela y la demora en arrancar. El resto estaba  entregado al diario destino de viajar en el Roca, nombre por el que todavía se conoce a la línea del  que fuera el Ferrocarril del Sud, para el que trabajó mi abuelo, en la época de la administración de los ingleses. Conservo los botones hechos en London y Birmingham de los gabanes del abuelo Luciano, con los que yo jugaba cuando era un niño. Se había retirado en momentos de la nacionalización, y en mi casa se decía que cuando terminaron de jubilarse los últimos que sirvieron a los operadores ingleses, el tren empezó a destruirse.
                 Todavía conservo, también, el boleto de cartón de mi primer viaje en tren a los ocho años, con un compañero de primaria hasta la estación Dock Central del Roca –que hoy no opera– en una formación Fiat, esas con doble locomotora. En mi casa jamás supieron del viaje. Fue uno de mis grandes secretos.
                      El cielo estaba gris desde temprano y caía una lluvia muy fina. El inmenso basural se levantaba por ambos lados de la locomotora. Solo se escuchaban los pasos sobre el pedregullo de las vías manchado de combustible. Cientos de personas se perdían en los pastizales queriendo alcanzar un camino que se veía a la derecha, como a cuatrocientos metros. Seguí a la mujer de la canasta. El silencio era infinito. No se escuchaban protestas. Sólo los pasos sobre las piedras de las vías. Otro tren a gran velocidad en comparación con la del que me había traído, pasó camino a Témpeley.
               Cruzamos en medio de un caserío muy pobre, que se levantaba a los costados, casi sobre los rieles,  de donde asomaban niños y mujeres para ver pasar la caravana. Caminé hasta que aparecieron un paso a nivel y  un cartel.
                 Había llegado a la estación que llevaba el nombre de  Pedro Pablo Turner, quien fuera intendente de Lomas de Zamora. Pertenecía a la izquierda peronista. Entre amenazas de la Triple A y acusaciones dudosas, fue destituido de su cargo y reemplazado por Eduardo Duhalde. En 1976, después del golpe de estado del 24 de marzo, aparecería asesinado en un zanjón a la vera de un  descampado en Avellaneda.
               La estación Turner no tiene andenes: solo tierra, basura y un viejo sentado en una silla de plástico debajo de una sombrilla, vendiendo unas tarjetas no sé de qué. Baño no había. Y lo necesitaba  con urgencia.
               El sudor me empezó a correr por todo el cuerpo.
               La calle que se recostaba sobre la estación estaba llena de barro podrido. Me quedé parado al lado del vendedor de tarjetas perdiendo mi mirada en el horizonte de casitas naranjas, sin revoque y con los techos más coloridos que jamás haya visto.
            Mi situación desesperada afinó mi vista y mi audacia. Con dos saltos baje del terraplén y crucé una zanja, hasta el asfalto, pisando agua podrida. Con mi mejor sonrisa pegué dos tímidos golpes en una puerta de chapa verde, al costado de la cual había un pequeño cartel de madera que decía  tarot. Me abrió una mujer a quien le pregunte si estaba quien leía. Sin mucha atención me hizo pasar, me quité la campera y me senté frente a una mesa en la propia cocina, al tiempo que pregunté por el baño.  
               La mujer flaca y pálida que me atendió se paró salió de la casa y al instante volvió a entrar, pidiéndome que la siguiera. En el fondo de la casa había un cuartucho con una puerta y un inodoro. Agradecí al destino la lejanía de la casa. Se escuchaba el ruido de la lluvia como piedras sobre el techo del baño. Era peor que el baño de una estación ferroviaria, no digo peor que el de Turner, porque en Turner no hay baño.
          Luego  de recuperar el control de mi vida, me senté  frente a Liliana – así se llamaba la tarotista– y ella comenzó a barajar cartas españolas con mucha rapidez. Alcance a reconocer la mesa en una foto colgada en la pared. Alcancé a reconocer a Diego Maradona detrás de esa misma mesa. La mujer se dio cuenta y me contó que lo atendió varias veces cuando estaba por divorciarse, y que lo había traído una cuñada que lo acompañaba siempre. Me advirtió que Diego “pagaba muy bien”. Me quedé pensando en cuánto me cobraría por su consulta. Continuó barajando las cartas, hasta que me pidió que cortara con mi mano izquierda. 
            Alineó las barajas como iban saliendo del mazo. Y empezó a hablarme sin parar. Me dijo que pronto tendría un importante ascenso y que me preparara para que el destino jugara a mi favor, además de aconsejarme dejar un negocio antiguo que tengo aunque me esperaba un inmenso dolor, a lo que seguiría una inmensa felicidad. Repitió el ejercicio cinco veces, armando diferentes dibujos. Me miró y dijo “trescientos pesos”. No dudé en pensar que había pedido el baño en el lugar más caro de la villa. Ella lo sabía. Aceptó ciento cincuenta, advirtiéndome que la próxima vez le pagaba la diferencia.
            No pensaba volver a verla jamás. Crucé la calle y me quedé esperando el tren que regresaba a Temperley. Recordé que Yrigoyen  había sido amigo del curandero Pancho Sierra. 
           Me ayudaron a subir  al tren, que estaba lleno. Un pasajero me sujetó de un brazo y logré entrar empujando entre el gentío. El mismo silencio. El traqueteo. Tenía las manos en los bolsillos de mi pantalón rojo envolviendo el atado de cigarrillos. Los estrujé y los saqué dejándolos caer en el piso del tren.

           No creo en brujas. Pero quizás haya conocido a una.
                                                                                                         
                                                                                                   Daniel G. Montes
  

8 comentarios:

  1. Al principio me pareció un poco larga, pero cuando reparé en la musicalidad y la imagen que proyecta, me gusta mucho la frase inicial. Encontré algún error de tiempo verbal pero en general me gustó mucho, me parece que tiene una mirada muy perspicaz, muy ácida. Y la resolución a su necesidad biológica es muy graciosa; sobre todo porque con la descipción somera de la escena con la tarotista deja claro que la única intención era usarle el baño.

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  2. Me gustó la crónica de Daniel porque además de tener muchas descripciones, me parece que es un texto con el que puedo identificarlo, ya que desde que lo conozco he notado que siempre tiene anécdotas e historias por contar y que a menudo las agrega en conversaciones cotidianas, en su participación en clase y como se ve en sus escritos. Siempre aprendo cosas nuevas sobre Argentina cuando lo escucho.

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  3. " La estación Turner no tiene andenes: solo tierra, basura y un viejo sentado en una silla de plástico debajo de una sombrilla, vendiendo unas tarjetas no sé de qué", me quedo con esta frase que describe bien el lugar, lo puedo ver y oler. Sacaría algunos comentarios personales que, creo, se van un poco de registro como: "y lo necesitaba con urgencia" o " Luego de recuperar el control de mi vida, me senté ". Creo que el detalle de la tarotista en el medio de la villa y que te hayas animado a entrar es encantador. Y la frase del final me encantó.

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  5. "Los pasajeros destilaban olores que se condensaban en uno solo, fuerte y penetrante: roña, mezcla de sudores, y ropas perfumadas con frituras, carbón y leña."
    Quisiera rescatar esta descripción porque pienso que, en pocas palabras, define muy bien a esas personas.

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  6. Una crónica interesante la de Daniel, que muestra el reflejo de la sociedad argentina y en especial, la de esta parte de la ciudad porteña. Un texto que puede llegar a ser publicado en un medio cultural. Por su lenguaje claro y critico, se nota que el viaje que realizo hasta esta estación lo marcó.

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  7. Es una crónica visual y visceral. Lo que consigue hacer Daniel es darle forma a un cuerpo concreto al que le pasan cosas, se retuerce, suda, huele cosas. No creo, como leí más arriba, que haya comentarios que se vayan de registro; están todos al servicio de esa fuerte explosión sensorial.
    Me genera dudas la oración final; por un lado entiendo que le da conclusividad a la crónica, pero a la vez siento que podría terminar en la oración anterior y quedar más que bien.

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  8. Esta crónica logro sacarme una sonrisa. Quizás porque me lo imagino a Daniel en esa situación. Me pareció muy bueno como logro introducir tanto dato histórico sin perder ni el ritmo ni el hilo del relato.

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