domingo, 22 de junio de 2014

De conejos y de hombres

        

   Me acerco a las boleterías de la estación Constitución y pido un boleto hasta Kilómetro 34.
         –¿Hasta dónde?
         –Kilómetro 34» -repetí.
Detrás de la ventanilla, el empleado le pregunta al compañero a su lado. Este le indica algo que no logro escuchar y me pide que acerque mi tarjeta para descontarme el importe. «PROHIBIDO VIAJAR EN LOS ESTRIBOS!» advierte el boleto que me entrega. Como ‘estribos’ me remite a ‘sensatez’ y no a esa ‘especie de escalón que sirve para subir o bajar de un vehículo’ me río por dentro al imaginar que lo que en realidad se prohíbe es la posibilidad de viajar con cordura.
Detengo la risa cuando subo las escaleras desde las galerías del subterráneo y alcanzo a divisar los techos altísimos de la estación. Primero, porque a esos monstruos arquitectónicos de mil cabezas hay que guardarles respeto. Segundo, porque en esas grandes construcciones de las que entran y salen colectivos, subtes y ferrocarriles no existe la figura del extraviado. Uno no puede perderse en Constitución y, si lo hace, hay que hacer como si no: llevar el paso firme, esquivar a los lentos, mirar a los lados como si se tomaran polaroids mentales del estado de situación.
Le muestro mi boleto a una de las guardias que vigilan los accesos a las plataformas.
–¿Sabés cuál me tengo que tomar para ir hasta Kilómetro 34?
–¿Hasta dónde?
–Kilómetro 34 –repetí.
Le pregunta a otra compañera que abre grandes los ojos y se queda callada. La primera de ellas se acerca a otro guardia.
–¿Hasta dónde vas vos?
–A la estación Kilómetro 34. Creo que está en el ramal Temperley—Haedo.
La referencia, que oculto desde el principio por una confianza ciega en la pericia de los trabajadores de Argentren, es clave:
–Ah, sí. Tomate alguno de esos dos que van hasta Ezeiza. Te bajás en Temperley y hacés trasbordo en el andén número 1.
Luego de casi media hora de viaje llego a Temperley, casi 20 kilómetros en línea recta al sur del Obelisco. Subo una escalera para bajar al otro lado de la estación y le vuelvo a mostrar mi boleto a un guardia.
–No te sirve.
–¿Cómo que no?
–Esto te sirve para ir hasta Kilómetro 34. Tenés que sacar uno a Constitución.
–Pero yo en Constitución saqué para Kilómetro 34.
–¿Vos adónde querés ir?
–A Kilómetro 34.
–Ah, entonces tenés que ir hasta ese andén que está al fondo.
El intercambio es torpe. Soy un turista absoluto de la línea General Roca y no hay polaroid mental que valga.
La tabla horaria del servicio diesel Temperley—Haedo indica que, de lunes a lunes, a las 11.46 sale un tren de Temperley. La formación a la que me subo —tres vagones nada más— tarda veinte minutos en salir pero nadie se impacienta. Después de recorrer el tren un vendedor de café vuelve a la plataforma y empieza a cantar el Aleluya. Luego, vendedores de estampitas, de chicles y de gorros y guantes. Ni dentro ni fuera del tren hace frío pero el stock de este último es un éxito. «Uf, no. Esos ya se me acabaron» le dice a una chica que le pide un gorro coya. Una señora quiere comprar un par de guantes para el marido y le pregunta al vendedor: «¿Cómo se llama cuando te duelen los huesos?» Con mi vagón a medio ocupar, el tren arranca y el movimiento dentro se detiene.
Las estaciones son pequeñas, la señalización es mínima y el tren no espera. Después de Santa Catalina empiezan a aparecer las primeras villas. ¿O son los primeros asentamientos informales? La distinción elaborada por la imaginación académica se me escurre entre los dedos. Se dice que tradicionalmente las villas son pensadas por sus habitantes como estadios intermedios provisorios antes de poder acceder a la metrópoli. Los asentamientos, en cambio, se planifican y son percibidos como permanentes. Kilómetro 34 es la cuarta estación desde Temperley, pero no me bajo. «Voy hasta la terminal y de regreso me bajo» pienso. Suben dos chicos con guardapolvo, se sientan y uno saca un dibujo de líneas y curvas geométricas a medio colorear y un marcador azul. El otro ojea figurita tras figurita de un mazo de cartas coleccionables. Al rato se ponen a comparar sus cuadernos de clase y bajan, unos minutos después, en La Tablada.
Cuando el tren llega a Haedo nadie lo anuncia. En la estación compro un pasaje con destino a Constitución y me subo al mismo tren en el que llegué. Una fila de asientos me separa de una señora bajita, con calzas negras y pulóver blanco con rayas azules, que lleva al hombro una bolsa de un congreso de oftalmología y abraza una mochila que ocupa el asiento de al lado. Le pregunto si sabe cada cuánto sale ese tren y no logro entender su respuesta. Me acerco apoyando el cuerpo en el respaldo de la fila que me separa. «¿Cada cuánto?» Alcanzo a verle sólo dos dientes. «Dos horas». Y ahí Susana empieza a hablar.
Primero, que viene del Mercado Central. Estuvo toda la mañana caminando y ahora se vuelve cargada a su casa. Es ahí cuando me entero de por qué en la parada Agustín D’Elía el movimiento de gente es intenso. «Llenísimo el mercado» dice con cara de disgusto. Escucha «¿qué compró?» y la mirada se le enciende y las palabras se vuelven a atropellar. Con los ojos en dirección oblicua, empieza: «Lechuga y manzana, un montón. Todo para los conejos. Tengo veinte conejos. El otro día me comí un conejo a la parrilla… dos conejos a la parrilla. Ay, qué delicia. A mí no me gusta ver cuando los matan pero qué rico que estaba. Lo mismo con los pollos. Tengo dos gallos. Son riquísimos cuando no son ni muy pollitos ni muy viejos. Hay un tamaño ideal. Lo malo es que algunos pasan por ahí y te roban los gallos. Si me los piden yo les doy pero, ¡no! Ellos van y… (hace un gesto de robar con la mano)». «También compró albahaca, siento el aroma desde acá». «Sí, un poquito nomás. Quiero hacer un pesto. Mmm, con una pasta…»
Susana se va a bajar en Kilómetro 34, pero yo todavía no lo sé. A unas cuadras de la estación anterior, Turner, vive una de sus hijas. La visita con frecuencia, aprovecha que un colectivo de la zona conecta las esquinas de ambas casas. «Tengo seis hijas, ¡ni un varón! ¿Vos sos de Capital? Una de mis hijas conoció a un chico inglés. Se fueron a vivir a Londres, se casaron y ahora no quiere ni pensar en volver. Ya no están juntos. Ella no le fue fiel. Él no le fue fiel. Pero bueno, conoció gente allá». En su relato, fragmentario y acompasado, se cuelan episodios de una vida pasada. Hace dos años que no trabaja, hace dos años que no vive en Buenos Aires. Hace su vida todos los meses con tres mil pesos, una pensión por viudez que le otorga el Estado.
A pesar de todo, nunca se acostumbró a vivir en las afueras. «A mí me gustaría vivir en Buenos Aires, como antes. Acá no me gusta… todo a la intemperie. En Buenos Aires vivía en un caserón cerca del mercado de Abasto, ahí por Lavalle y Agüero, pero me quisieron subir el alquiler a cuatro mil pesos. Ojo, tenía todo, eh. Pero el sueldo ya no me daba». No le gusta el suburbio ni tampoco esa maraña de esperas y cansancios que moverse, de sur a oeste, de oeste a norte, de sur a norte, exige.
–¿Va seguido a Capital?
–No, no tanto. La semana que viene tengo que ir a cobrar la pensión y este fin de semana tengo el cumpleaños de mi nieto. Dos años cumple. Pero el viaje es largo. Los zapatos no te dan. El tren a veces viene y a veces no.

Kilómetro 34 ya no se llama así. Aunque los carteles no lo indiquen, la estación se llama Scalabrini Ortiz y lo que Susana reconoce como su casa no forma parte de una villa ni un asentamiento. «Esto es Barrio Obrero». Como no hay sistema de gas, Susana cuenta que tiene que comprar cada mes una garrafa que a veces no le dura esos treinta días. «En el barrio hay de toda gente. Están los que cuando no tengo para pagar la garrafa me fían. El otro día una de otra casilla pasó y empezó a criticar así que le grité ‘Si sos tan delicada, ¡andate a la ciudad, paraguaya patasucia!’ Jajaja». Sujeta el bolso y agarra la mochila apenas el tren deja atrás Intendente Turner. Como si hubiera aguardado hasta el final para una declaración política, arranca: «A ver si la presidenta se acuerda de la gente pobre también. De este lado de las vías mejoraron todo, está precioso, pero se olvidaron de mi lado». Me sonríe, me dice que tenga “cuidado con los chorros” cuando llegue a Temperley y se despide: «Ahora yo me bajo pero si te sentás en la fila de al lado vas a ver mi casa. Es de madera y material. Vas a ver la madera porque les hice unas jaulas de madera a los animales. Los conejos y los gallos, todos correteando por ahí.
                                                                      Fernando Ojam

4 comentarios:

  1. La crónica de Fernando me corrobora que a la gente le gusta mucho hablar, y que a veces por diversos motivos nos perdemos de historias curiosas que las personas nos pueden contar. Por eso, me pareció muy interesante que aprovechara el testimonio de Susana para mostrar ella cómo percibe su realidad.

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  2. No fue un viajero común. Se convirtió en un testigo, de cosas que pasan, un observador que nunca interviene. “La distinción elaborada por la imaginación académica se me escurre entre los dedos” dice en un momento y eso se extiende a todo el texto, notándose la sorpresa del turista. No hay suciedad ni lugares miserables, pero si la voz de Susana que expone su vida a un extraño, que no la interroga sino con frases cortas. El dinero que no alcanza, la incomodidad del conurbano, y hasta la hija con la suerte de haberse ido, aunque haya fracasado sentimentalmente. Los empleados ferroviarios que no dan respuestas, la clienta que consulta al vendedor como médico. Cambia el rumbo. No baja en su estación, quizás haciendo caso al consejo de cuidarse de los robos. Estoy seguro que es un viaje que no volverá a repetir.

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  4. Dice Fernando: "Como ‘estribos’ me remite a ‘sensatez’ y no a esa ‘especie de escalón que sirve para subir o bajar de un vehículo’ me río por dentro al imaginar que lo que en realidad se prohíbe es la posibilidad de viajar con cordura." Excelente!!!!!!!!!!!! Y qué fuerte que la estación se llame Scalabrini Ortiz!!!!
    Yael

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