Faltaban
quince minutos para las 14 y estaba sentado en una caseta que vende choripanes
y otras delicias gastronómicas muy argentinas a bajos precios. Me tocó el banco
que estaba más cerca de la parrilla. Podía ver en todo su esplendor los
chorizos cortados en la mitad sobre las brasas que ardían con el fuego y que
hacían ese sonido estimulante de la carne quemándose. El aire me traía el humo
de frente que hacía más cálida la espera del tren que me llevaría de regreso desde
la estación De Elía en el occidente al Buenos Aires de siempre, el que aparece
en todas las fotos de los turistas.
No
pensé mucho antes de ordenar un “choripán con todo”, que pudo haber sido la
peor opción porque me esperaban más de dos horas y media de viaje. Mi estómago
colombiano poco acostumbrado a los chorizos podía hacer combustión en la mitad
del viaje y Dios sabe lo que podía pasar. Por ahora volvamos a la caseta de la
estación De Elía del ferrocarril Roca, en zona oeste, en donde esperaba a que
me sirvieran la comida que había pedido.
La
parrilla estaba custodiada por un gato blanco que se lamía las patas en el
suelo y por las moscas que se posaban encima de los chorizos como si estuvieran
inspeccionando su calidad. Me quedé viendo cómo se paraban en la superficie
roja y frotaban sus dos patas delanteras. Quien le daba vuelta a los chorizos
era un viejo con facciones cansadas y cabello rebelde que se adornaba con una
calvicie prominente en la parte de la corona de la cabeza. En él se posaba la
misión de alimentarme.
El
administrador del lugar era menos viejo. Vestía una camisa a cuadros y un buzo
beige al mejor estilo Oxford. Su cabello prolijo y sus mangas dobladas hasta el
codo lo hacían el único sujeto que no se ajustaba a esa escena llena de obreros
con ropas gastadas y manchadas, que ocupaban todas las butacas que rodeaban la
caseta. Almorzaban milanesa con papas fritas, sopa, hamburguesas, choris o
locro. En una inspección general, la escasez de dientes se compensaba con el
exceso de tatuajes mal hechos.
–¿De
dónde sos? –me preguntó el dueño cuando me recibió el dinero del pago y dedujo
que mi acento no era de por ahí
–De
Colombia.
–¿Y
le gusta Argentina?
–Me
parece más seguro que mi país –respondí.
A
dos puestos de donde yo estaba uno de los hombres en medio de su comida me
miró.
–Ni
crea, eso espere a que lo roben por acá, ¿qué vino a hacer? –me dijo.
–A
conocer, porque me aburrí de ver el obelisco –le dije. Se echó a reír y volvió
a sus papas fritas tapadas en mayonesa.
La
estación De Elía se encuentra en el límite de los barrios Aldo Bonzi y
Tapiales, en la Zona Oeste de Buenos Aires. Está debajo del puente que sostiene
la estación Ingeniero Castello. Ese punto es la intersección de las dos líneas
del tren, una que va a Haedo y la otra a Marinos del Belgrano. Alrededor de la
estación solo se ven terrenos baldíos y algunos barrios marginales: casas
construidas con láminas zinc, madera, cartón o bolsas de plástico. En la
mayoría de ellas se puede ver la ropa colgada en cables y cuerdas amarradas en
la entrada que sirven como decoración y también para adivinar quienes viven en
cada casa. En una hay un par de jeans anchos, un buzo rosado chico, remeras con
estampados y medias, muchas medias en los calados de las rejas que protegen la
ventana en una de las cuatro paredes de ladrillo sin empañetar. El techo es un
fuerte de latas de aluminio con bloques de ladrillos encima para que el viento,
la lluvia o algún ladrón no se las lleve fácilmente.
Encima
del refrigerador que estaba en la mitad de la caseta de los choripanes había
una escultura chiquita de lo que parecía un santo. Tenía una sotana blanca con
una cadenita que le rodeaba la cintura, una pequeña capa roja y en el cuello
una especie de alambrado. El encargado de darle la vuelta a los chorizos me
dijo que era Gauchito Gil. Me aclaró que en realidad ese estaba pintado de
blanco porque el original tiene el vestido rojo. “Por aquí se le pide mucho a Gil”,
terminó explicándome.
Ese
tal Gil es una figura adorada en el norte de Argentina. Entre las versiones más
difundidas se dice que era un trabajador rural que participó en la guerra de la
triple alianza (Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay). Antes de ser
asesinado le dijo a su verdugo que después de matarlo pidiera por la salud de
su hijo enfermo en nombre de Gil. El niño se salvó y el milagro se propagó por
toda la región.
Por
fin estuvo mi comida. En un plato azul, el dueño me puso una servilleta de
papel y encima el pan con un chorizo grande en medio.
–Y
por favor deme una coca cola!
Los
hombres de la caseta estaban sumergidos en una discusión sobre el Mundial y las
posibilidades que tiene Argentina de coronarse campeón. Uno de ellos no estaba
tan confiado, pero da igual: con tanta publicidad en televisión hasta un extranjero empieza a creer que la
selección de Argentina se merece la copa, porque, como dice uno de los avisos,
“Dios sigue siendo argentino” y “los argentinos somos eso que nos pasa cada
cuatro años”.
Sentada
a pocos metros en la escalera que subía a la estación Castello estaba una
señora con sus dos hijas. Terminé el choripan y me quedó la botella de la Coca
Cola medio vacía. Una de las niñas chifló y miré a ver qué le pasaba. Hizo una
seña con su mano, como si tomara de un vaso imaginario y yo le mostré la
botella de plástico con una seña de interrogación. Ella asintió con la cabeza y
me paré para llevarle la botella. Ella me dio un “gracias” mudo y me devolví a
la misma banca a esperar el tren de regreso que pasa cada hora.
Le
pregunté a una señora a mi lado si el tren iba a tardar mucho. Me confirmó que
no demoraría más de quince minutos en llegar. Pasaba cada hora. Aproveché el
tiempo para sacar algunas fotos y casi al instante la misma señora me advirtió con
cara de “este no sabe dónde está” que tuviera cuidado con el celular. Eso me
hizo acordarme de Bogotá. Allí no hay trenes pero sí hay paradas en las que
también roban celulares, y zapatos caros. Nadie le habla a quien tiene sentado
al lado por miedo a que sea un violador o un ladrón.
El viaje a tierras
desconocidas
Tres horas antes
de almorzar choripán estaba preparado para viajar, porque sabía que la estación
a la que iba quedaba lejos, muy lejos.
Vicente López – Retiro:
Eran las 10:55 y estaba corriendo de mi casa a la estación de Vicente López
para que no se me fuera el tren que pitaba a lo lejos y que pasa cada quince
minutos hasta Retiro. Me subí medio agitado. Muchos leían, no olían a nada y
todos bien abrigados y peinados. Con esa indiferencia que causa estar rodeado
por desconocidos, se perdían en sus libros y celulares.
Retiro – Constitución:
A las 11:50 estaba en uno de los vagones de la línea C del subterráneo que va a
la estación donde nace el ferrocarril Roca, que
es el que llega hasta la estación De Elía. Percibo, como cada vez que me subo a
este subte, un olor como si fuera la mezcla entre aliento a humo de cigarrillo
y dientes picados. Una mujer ciega se abría paso con su bastón mientras pedía
monedas.
Constitución – Temperley:
Sobre las 12:10 iba camino a tomar el tren
eléctrico. Ya sentado junto a la ventana empezó el concierto de un hombre ciego
con su guitarra cantando algún tango viejo. Justo después de su performance,
otro empezó a vender lapiceros Parker con su lema “si usted sabe de Parker no me va a dejar mentir”. Inmediatamente
terminado el acto, otro ofrecía caramelos de menta y el último se puso a vender
alfajores Nevares a dos por cinco pesos.
Temperley – De Elía:
A eso de las 12:50 me perdí buscando el tren que iba a la estación De Elía, la
que quería conocer. De pronto vi en uno de los letreros que el mío salía en diez
minutos. Ese tren era lleno y lento, muy lento, desesperantemente lento. No me
quedó otra que mirar cómo el paisaje cambiaba drásticamente. Pasé de ver
edificios a tierra despoblada, me sentía viajando a un pueblo lejano. De tanto
en tanto, conjuntos de casas humildes y ni soñar con encontrar una carretera de
pavimento.
El
viaje duró dos horas y media. Más o menos 35 kilómetros para conocer un pedazo
del Buenos Aires que a pocos turistas les interesa. El Buenos aires de barrios
tan pobres como reales, llenos de personas que componen la base de la sociedad,
los que trabajan cada día y se la pasan mucho tiempo en esos trenes y en esas
casetas. La estación De Elía puede no ser el lugar más vistoso ni el más caro
ni el más bonito de Buenos Aires, pero es parte de la “real realidad” que los folletos
de las agencias de viajes no incluyen en sus planes.
Yamid Zuluaga Quintero
De Yamid me encanta desde que lo tengo de compañero y lo leo que consigue rápidamente y a mí me da la impresión de que sin proponérselo, y por eso mismo le sale, una voz. Cuando escribe: "Mi estómago colombiano poco acostumbrado a los chorizos podía hacer combustión en la mitad del viaje y Dios sabe lo que podía pasar" yo lo escucho, se dispara su música. Como lectora eso es algo que valoro y espero. En esta crónica me parece que pudo mantener eso salvo en el párrafo final, quizás apremiado por dar un cierre o construir un remate, no sé. Pero antes que eso, lo que hay me fascina, y me produce ganas de seguir leyéndolo, me gusta esa voz que cuenta, me gusta que me cuente el mundo esa voz. No sé si hay algo más que me atraiga de una crónica que eso, no tanto lo que se cuenta sino la voz que da cuenta del mundo (quedó rimado y horrendo todo escrito lo mío). Yamid logra una voz cantarina, alegre, quémimportista, despreocupada, liviana, ágil, fresca, bailarina, eso: una voz bailarina.
ResponderEliminarMe gusta como Yamid dividió la crónica, dándole temporalidad y como momentos a la misma. Me gusta que el tiene un humor muy propio y me lo imaginé tal cual hablando con la gente con ese acento de Bucaramanga
ResponderEliminarcinco son los viajes de Yamid; describe personas partiendo de su especialidad, la estética, moda: hay cabellos rebelde, prolijos y ropas rotas, y colgadas, además de colores. Y muchos olores! a chorizo, a nada, aliento a cigarrillo. Presenta personajes sin glamour, la niña es solo una niña que chifla, hay viejos y una señora, que cada uno imagina a su gusto a partir, a veces del envoltorio, de la ropa. Yamid pone la mirada en las patas de las moscas, y también en el gauchito Gil. Desde que tengo la oportunidad de leerlo, sé que escribe con alegría, aun en medio de una estación como la que visitó. Deberias viajar mas en tren jajaj !!
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