lunes, 30 de junio de 2014

Trabajo en el camino al trabajo




Erika Hernández Lehmann

            Subida al colectivo, camino a la estación de Constitución, el paisaje va mutando de acuerdo con nuestra cercanía al sur de la ciudad. Los carteles pasan de ser sobre marcas reconocidas y publicitan eventos como el show de José Alberto El Canario o espectáculos tipo “Strippers Vinicius”. La ciudad puede ser delimitada y reconocida también a través de la publicidad que se exhibe en sus calles.
            La terminal de Constitución sorprende de lo grande, con ese look de aeropuerto que saca el aliento. Vuelvo a sentir algo parecido a lo que sentí cuando llegué a Ezeiza desde Venezuela hace dos años, aunque, como es de esperarse, en una escala menor; mi destino no me causa tanta intriga y mi viaje no es tan largo como entonces.
            Compro el boleto y me dirijo a tomar el Ferrocarril Roca. Del andén 1 al 5 se puede ir a Temperley en cualquier tren eléctrico, así que entro por uno de los pasillos donde hay dos trenes esperando para partir. Veo las horas, el de la derecha parte a las 11:30 y el de la izquierda a las 11:42. Son las 11:27. La mayoría de la gente corre al de la derecha y yo me decido por el de la izquierda, por pura rebeldía. Además, el tren al que me subo es más bonito, de los nuevos; así de sencillo es mi razonamiento en ese momento.
            Me siento del lado derecho del vagón, pegada a la ventana. En el centro del andén una mujer grita “¡A tres por diez los chipáaas!” y yo que me compré un scone de cuatro quesos en Starbucks antes, a treinta pesos, me siento una boluda.
            Pablo Bles tiene ya su “tarima” montada, y en el micrófono guinda un cartel (una hoja A4 plastificada) con su perfil de Facebook, PabloBlesOk, y Twitter y un anuncio que invita a los viajantes: “SUMATE!!!”
            A mi lado se sienta una señora que va muy tapada a causa del frío y que está inmersa en su mundo gracias a los audífonos que lleva puestos. Pablo afina la guitarra y los comerciantes recorren el vagón ofreciendo café, panchos y gaseosa, como para amenizar el evento. También pasa el señor que ofrece “los auriculares Sony” para los que tal vez ya están cansados de oír a Pablo en este trayecto.
            Empieza el show “Hay un abismo entre ella y yo, ningún ismo entre los dos”, canta Pablo su tema Sirenita de ciudad, donde le pide a la chica “Nunca conozcas el mar, quédate en este río” y la invita a “nadar en sueños”. Se acaba el primer tema y, después de aceptar los merecidos aplausos, invita a los oyentes a pedirle canciones suyas si las conocen; para mi sorpresa, la gente no se hace esperar: “¡Todas!”, le dicen. Pienso entonces que los músicos son una especie de trabajadores sociales que hacen de la rutina del día algo mejor.
            El segundo tema se va con los mismos aplausos y Pablo habla de la próxima canción: una que le dedicó a una ex llamada Cinthya, ocho años después de haber terminado; se la mandó por e-mail y terminó puteado porque la canción se llamaba Julieta; “pero es que Cinthya no rima con nada”. Nos reímos y Pablo canta. Cuando pregunta si nos gustó, la señora a mi lado grita “¡SÍ!” y me doy cuenta de que los auriculares son pura facha y que ha ido escuchando todo el rato. En la quinta estación se baja Pablo, luego de decirnos que no seamos amarretes y dar la vuelta con la gorra.
            A las 12:00 llego a Temperley para hacer la transferencia y “no se sabe si sale a las 2:00 o a las 3:00” el tren hacia Haedo, según la mujer de Informes. La señora que está delante de mí y que hizo la pregunta se queda con la misma cara de ponchada que yo. Me voy a dar una vuelta por la estación pensando en que no podré llegar a destino; el trabajo llama en Capital y me va a tocar regresar antes de lo que pensaba. Me cruzo de vuelta con la señora que tenía la misma ruta que yo y me parece que ella sí se va a quedar a esperar, pero también parece que está acostumbrada y que se ha hecho amistades en la estación; se pone a hablar con otra mujer que observa a los transeúntes apurados desde el pie de una escalera. Cada personaje parece tener su rincón asignado en la estación y un perro con remera se rasca las pulgas frente a la boletería.
            Después de pasear un rato por la estación, ver el movimiento de gente y algunos avisos pegados a las paredes (como uno un tanto creepy que dice “El papá viajaba en el estribo del tren... ella lo sigue esperando” junto a la cara llorosa de una joven), me voy de nuevo al andén a esperar el tren que me lleve de regreso a Constitución.
            El tren de regreso no es tan bonito y nuevo como el de ida, pero lo que sí tiene igual o incluso en mayor medida es el comercio. Esta vez: alfajores Vauquita con baño de repostería, tres por diez; “caramelos Halls para la tos y la garganta: uno vale cuatro, tres valen diez”. En el tren, me parece que casi todo sale a tres por diez, excepto el Mantecol, del que con diez pesos te llevas sólo dos.
            En la pared, en la estación de Banfield leo en mayúsculas “SOMOS INSTANTES” y me doy cuenta de lo diferente que es viajar sin música. Vamos todos callados, serios y absortos en nuestras preocupaciones diarias; no hay nada que haga más ligero el camino.
            El mecanismo de venta de los comerciantes del tren es bajarse en una estación y correr hasta el siguiente vagón para iniciar el mismo discurso una y otra vez. Se sube un hombre que ofrece lo que hasta ese momento no había visto, pero que no podía faltar: las figuritas del mundial: ocho en cada paquete, cuatro paquetes por diez pesos, que son 32 figuritas.
            Cada quien ofrece lo que tiene, como Pablo con su música; lo que le parece que vende bien, como los que eligen dulces y caramelos; lo que considera útil, como las lupas con forma de tarjeta para llevar en la cartera y leer en el viaje; o lo que puede, como el que vende cintas métricas a veinte pesos. En la puerta del vagón se encuentran todos mientras esperan que el tren pare en la próxima estación. Se han hecho amigos, supongo, de tanto verse en el mismo lugar de trabajo, o tal vez se conocen de antes y se han repartido los rubros de comercio. El de las figuritas le dice al de la cinta métrica que en la ferretería está a dieciocho y agrega “re ortiva, el tipo”, para dejar en claro que es en joda. Discuten sus ventas como tal vez lo hagan (o no) los magnates de Wall Street y, así, se bajan del tren: haciendo análisis económico.
            El último vendedor que veo antes de llegar a Constitución también vende barajitas y lleva muy buena onda. Se pone a hablar con el encargado de cerrar las puertas. El hombre le pregunta al vendedor  qué lleva y si eso le da plata. El vendedor responde que sí y que “igual yo hice plata con las de Violetta”. Entiendo que se conocen hace tiempo. El vendedor le pregunta al operario por su domingo y por el día laboral hasta el momento; lo oigo decir que le faltan dos vueltas más antes de quedar libre.
            Antes de entrar en el punto donde se detiene el tren, pasamos una especie de caseta y saludan a un hombre que, supongo, controla la llegada de los trenes. El vendedor dice “¡Hay que estar ahí parado!” y el operario de puertas responde “Encima ese muchacho tiene tres hernias de disco, tres”. El tren se detiene, yo me bajo, más gente se sube, el operario tiene que volver al mismo lugar de nuevo y el señor de las hernias tiene que mantenerse de pie para verificar que todo vaya bien.
            La gente que se gana la vida en el tren puede que no la tenga fácil económicamente, aunque puedan ver el provecho del negocio si saben qué venderle al público; les toca hacer estudio de marketing para asegurar la comida en sus casas. El hecho es que estas personas han creado su gremio sin saber que lo son y colaboran con su servicio a que el resto de los que usan el tren como medio de transporte para llegar a sus puestos laborales la tengan un poco más liviana: les acercan el snack de entre-comidas, les mejoran la calidad de la lectura, les entretienen el paladar, les consienten el oído, entre otras distracciones que hacen el viaje más corto. Muchas veces el que acepta un artículo o un servicio por dinero cree que sólo él colabora con la causa del otro, pero no se da cuenta de que esa persona que recibe su dinero también colabora con él en alguna medida. Es un proceso de intercambio, no sólo de mercancía, sino de formas de vivir la rutina.

            Yo, como volví antes de lo esperado, paso a comprar las chipá que ofrecía la mujer entre los andenes 4 y 5, para así poder compararlas con las de Starbucks. En la mesa también tienen sopa paraguaya, que de sopa no tiene nada y se parece más a un budín salado (según la vendedora, con masa paraguaya, queso y cebolla). Llevo mi respectivo tres por diez y salgo de vuelta a la ciudad, donde me toca subir al 39 sin ninguna esperanza de que alguien me cante en el camino.

5 comentarios:

  1. Bueno, había escrito y se borró. Vuelvo a escribir.
    Decía que me atrajo la línea "La ciudad puede ser delimitada y reconocida también a través de la publicidad que se exhibe en sus calles" y creo que la mantuvo bien durante el texto como punto de vista, creo que fue advirtiendo bien las ventas en el viaje, inclusive las del músico como vendedor. Decía también que considero estuvo astuta, previendo que no iba a encontrarse con demasiado al llegar, en estar atenta durante el viaje, incorporando esas visiones al texto. Y, por último, que me gustaba mucho el remate y el asunto de los tres por diez que también usó.

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  2. Me parece atractiva su mirada, saludablemente más inocente que la que podemos dar los que tenemos al Roca en nuestra cotidianeidad. Creo que resolvió bien la imposbilidad de llegar a destino focalizándose en el viaje y que, pese al muestrario de escenas en apariencia irrelevantes, está de fondo la cuestión humana, que -como hemos visto- es el tema último de toda crónica. Además, tiene buen humor y ritmo.

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  3. A mí Eri me encanta porque es muy honesta, en cada escrito que leo de ella, está siempre presente su estilo y voz. Si se le ocurre decir una ocurrencia, la pone y le queda siempre bien. Me encanta.

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  4. ¡Gracias a todos! Me alegra que les haya gustado. Fue una experiencia pintoresca la de subir al tren de esa forma, sin querer ir a ningún lado (:

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  5. También acuerdo con que la cuestión de las publicidades es algo muy lúcido. Leer los barrios a partir de esos mensajes y signos, ver qué dice de la ciudad la iconografía de cada zona, etc. Coincido también en que es interesante leer la visión de los espacios que a mí me resultan habituales a partir de la mirada de afuera, más desfamiliarizada. Muy buena la idea de los trabajadores como gremio.
    Yael

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