En el compendio de crónicas
Bogotá (Libros del Náufrago, 2011), Fernando Quiroz traza una cartografía de su
ciudad natal a través historias y personajes caídos de los márgenes de un mapa
que, según se soñó una vez, contenía a la ciudad de oro.
La leyenda de El Dorado, la ciudad indígena hecha
completamente de oro, es todavía una de las gemas ardientes de la multicolorida
Santa Fé de Bogotá, la capital colombiana. La abundancia del metal precioso en
sus habitantes, sus ríos y sus cerros hizo creer a los conquistadores españoles
que, en alguna de aquellas colinas frondosas, en alguno de esos inmensos
espejos de agua entre montañas se encontraba El Dorado, la ciudad hecha
completamente de oro, que reinaba por encima de todos los caciques que adoraban
al sol investidos de poder dorado. La ciudad –una especie de Machu Picchu
erigida completamente en oro– nunca fue hallada. Pero en Bogotá, capital de un
pueblo creyente y cabalístico en medidas iguales, nadie afirma que no exista,
tal vez hundida en la laguna que lleva su nombre.
Bogotá ha crecido al sol y a la sombra de su leyenda
nunca ahuyentada –no casualmente, el aeropuerto de la ciudad se llama El Dorado–
en un terreno difícil y un destino nacional asociado al orden administrativo y financiero
de uno de los países más desiguales y con menor desarrollo capitalista del
mundo occidental. Bogotá, también, ha visto desarrollar sus calles y carreras
en dirección norte y sur, este y oeste, en pocos años, y se ha descubierto a sí
misma como un centro de atracción turística en la ardua tarea que ha iniciado
el Estado colombiano por sacar de encima de su reputación internacional el
fantasma del narcotráfico.
Bogotá es el baño dorado de una nación pobre y carcomida
por la violencia de una guerra interna que lleva más de medio siglo y que en Bogotá (Libros del Náufrago, 2011), del
cronista Fernando Quiroz, aparece explicada en una línea: “…todo se jodió
después de que mataron al doctor Gaitán”. El autor de la frase de contundencia
histórica irreprochable es un borrachín vago y reaccionario que lava su alma
yendo a la misa de la Iglesia
20 de julio, al sur de Bogotá, y que responde al nombre de Gustavo Arévalo.
Será a través de estos personajes que son el lecho del lago donde todavía se
sueña con El Dorado.
En estas crónicas reunidas, la obra de Quiroz se
descubre como una cartografía huidiza y saltimbanqui de una ciudad de mil caras
que conviven en una superficie de edificios relucientes y coches asiáticos y un
bajofondo de jóvenes educados a bazuco y arma blanca –como la desdichada
protagonista de La mujer del prójimo–,
gente que pasa sus días en la calle –como Jairo Gualdrón, que lleva Una vida de mierda– o vive de trabajos
infames como la cremación humana o la prestación de servicios religiosos sin
otra convicción que la que da el dinero. Quiroz sabe que la ciudad es lo que
esconde y allí está él, recorriendo los barrios de El Chapinero, Usaquén o La Soledad no como recorrido
de pintoresquismo romántico sino como escenarios necesarios para un puñado de
historias que salen solo después de remover unos trastos, en los depósitos del
Museo del Oro, La Quinta
de Bolívar o alguno de los demás centros de atracción turística de la ciudad.
Sus historias también le sirven para hablar de las creencias religiosas de los
bogotanos (El Divino Niño), la
violencia institucionalizada (La mujer
del prójimo, El patio de los locos),
la precariedad económica de todo un pueblo (Tardes
de Leonel, “Nuestra patria es el cielo”) o el irrenunciable y trasnochado
optimismo del bogotano medio en De
inventores y quijotes, una crónica que recuerda a El cartero llama mil veces, el texto que Gabriel García Márquez
dedicó al servicio de correos de la misma ciudad en 1954.
Echando mano del ritmo aletargado y húmedo de esta
ciudad en la cima de la leyenda de prosperidad inhóspita de Colombia, Quiroz
describe en forma contundente, no abusa del diálogo y solo hace uso del habla
coloquial cuando la narración lo requiere, exceptuándonos de la visita
etnográfica y la mirada extrañada. Quiroz es él
mismo uno de los personajes que pinta y por eso, a pesar del espanto de la
pobreza y de la muerte, la violencia y la desesperanza, se toma su tiempo y sus
páginas para dejar que su amor por Bogotá brote como un manantial dorado a
través de los aromas en Suma de mis
olores, los sabores en la hermosa
Cadáver exquisito o haciendo gala de la reputación bohemia de la ciudad en Tarde de perro.
Luciano Lahiteau
Luciano Lahiteau
"Quiroz sabe que la ciudad es lo que esconde y allí está él" esta frase me pareció excelente. Me gustó el recurso de elementos cartográficos, El Dorado y contexto. Muy bueno!
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